De Río a Río: el camino que nos robaron

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En estos días, en Río de Janeiro, Brasil, se inicia la Conferencia conocida como Río+20, en la misma ciudad donde hace 20 años se celebró la Cumbre de la Tierra, o Cumbre de Río, o Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, la primera megacumbre mundial con 8.000 delegados oficiales inscriptos, a la que asistieron 108 jefes de Estado y se realizó un foro paralelo de la sociedad civil con más de 5.000 participantes.

Si bien esa cumbre figura como la instancia histórica en la que se estableció el nexo entre ambiente y desarrollo, hacía ya unos 20 años que se venía discutiendo cómo hacer frente a la evidente contradicción entre el desarrollo capitalista/industrial y sus costos ambientales y sociales, así como al inminente agotamiento de los bienes naturales. El pensamiento ecológico florecía, enriqueciendo las formas de interpretar la realidad.

En 1972 se realizó en Estocolmo, Suecia, la Primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, para discutir la situación ambiental del planeta. El debate a partir de entonces se desarrolló en torno a ecología vs economía.

Posteriormente, en la década de 1980, y apartándose de la idea de adecuar el desarrollo al medio ambiente, fue madurando el concepto de “desarrollo sustentable”, que reconocía la imperiosa necesidad de reformular la idea del desarrollo introduciendo las dimensiones ambiental y social. La Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, de Naciones Unidas, que elaboró el informe conocido como “Nuestro Futuro Común”, decía: “Está en manos de la humanidad hacer que el Desarrollo sea Sostenible, es decir asegurar que satisfaga las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones”. Y continuaba: “El desarrollo sostenible exige que se satisfagan las necesidades básicas de todos y que se extienda a todos la oportunidad de colmar sus aspiraciones a una vida mejor. Un mundo donde la pobreza es endémica será siempre propenso a sufrir una catástrofe ecológica o de otro tipo [...]”.

A continuación, las Naciones Unidas convocaron a la Cumbre de Río, que se celebró en 1992 en Río de Janeiro, Brasil. Tanto el referido evento como los procesos a los que dio lugar fueron escenarios de fuertes pujas entre una visión genuinamente ecologista y social por un lado, y por otro el intento del gran capital de seguir manteniendo el sistema y las estructuras que le dan vida - y condujeron a la crisis actual.

Quizás el resultado más destacado de la Cumbre fue el principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas entre países del Norte y del Sur. Esto significó un reconocimiento de la responsabilidad histórica de los países ricos en la generación de la crisis ambiental.

De dicha cumbre surgió también una Declaración de Principios donde se relacionan ambiente y desarrollo, un Plan de Acción (Agenda 21), tres convenios (Convenio de Cambio Climático, de Diversidad Biológica, para combatir la Desertificación), una Declaración sobre Bosques, un fondo financiero para proyectos (GEF).

Diez años después, Johannesburgo, en Sudáfrica, fue la sede de Río+10 y allí se hizo plausible el avance del poder empresarial en el proceso mismo de las Naciones Unidas, donde se adueñó del espacio y del discurso para vaciarlo de contenido.

Más de 100 directores ejecutivos y en total unos 700 delegados empresariales de más de 200 empresas fueron parte activa de la cumbre de Johannesburgo, vendiendo imagen y hablando de “responsabilidad empresarial” para tratar de evitar la aplicación de reglamentaciones obligatorias. En esa época, y en ocasión de la última conferencia preparatoria, Ricardo Carrere escribía en el editorial de nuestro boletín: “En todo el mundo crece el interés y la preocupación por este proceso, que plantea interrogantes sobre la importancia de la próxima cumbre de Johannesburgo para resolver los problemas que enfrenta la humanidad. Esas interrogantes son el resultado de lo que (no) ha sucedido en los últimos diez años posteriores a la Cumbre de la Tierra de 1992, cuando los gobiernos acordaron aplicar una gran cantidad de medidas en respuesta a los problemas ambientales del planeta. Triste es reconocer que, aparte de celebrar numerosas reuniones internacionales y firmar gran cantidad de acuerdos, muy poco se ha hecho. El ‘desarrollo sustentable’ parece haberse convertido simplemente en una palabra de moda, vacía de significado, que esgrimen gobiernos y empresas con la intención de engañar a la opinión pública”. (Boletín Nº 58 del WRM)

Efectivamente, Río+10 adhirió a las agendas de la Declaración de Doha (de la Organización Mundial de Comercio-OMC) y el Consenso de Monterrey (auspiciado por el FMI, el Banco Mundial, la OMC, y destacados delegados empresariales), poniendo énfasis en conceptos tales como el crecimiento económico, la inversión extranjera directa y la liberalización del comercio, como requisitos para el “desarrollo sustentable”.

La respuesta popular se hizo oír: unas 20.000 personas marcharon desde el humilde distrito de Alexandra hasta la sede de la cumbre, en el rico barrio de Sandton, en protesta contra lo que calificaron de “apartheid económico mundial”.

Aún cuando las luchas populares continuaron, el gran capital se disfrazó de verde para ocupar todos los resquicios. Comenzaron a proliferar cada vez más los mecanismos de certificación que pretenden convertir en “sustentables” o “responsables” emprendimientos destructivos como los monocultivos en gran escala. En un movimiento de prestidigitación, el otrora compromiso de reducir las emisiones de carbono por parte de los países del Norte se convirtió en oportunidades de negocio dentro del mercado de carbono. De un plumazo las transnacionales dejaron de ser parte del problema y pasaron a ser parte central de la solución.

Como ejemplo, la empresa británica Schroders es líder internacional en el manejo de activos. En 2007 creó un fondo de inversión vinculado al cambio climático. Su director, Robin Stoakley, anunciaba entusiastamente las posibilidades de lucro que ofrece la crisis ambiental: “Creemos que hay disponibles excelentes rentabilidades por las inversiones que se hagan en empresas que se beneficiarán de los esfuerzos por mitigar y adaptarse al cambio climático. Enfrentar el cambio climático probablemente será el mayor tema de inversión a nivel global en los próximos 20 años y más” (citado en “Economía verde. El asalto final a los bienes comunes”,http://www.wrm.org.uy/temas/Economia_Verde/asalto_final_a_los_bienes_comunes.pdf).

Es así que llegamos a Río+20, otra Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sustentable, en un contexto en que la globalización económica y financiera ha arrastrado a las sociedades a una creciente competencia, donde la mercantilización y la privatización alcanzan los ámbitos más impensables. Los derechos han desaparecido de las mesas de discusión y se ha impuesto el mercado, con su manto tecno-científico, como la única solución posible a los problemas.

Río+20 no despierta alegrías ni esperanzas entre las organizaciones y movimientos sociales, que proyectándose más allá de Rio+20 han construido la Cumbre de los Pueblos, que se realiza también en Río de Janeiro del 15 al 23 de este mes, en paralelo a la Conferencia oficial. Por justicia social y ambiental, contra la mercantilización de la vida y la naturaleza y en defensa de los bienes comunes, las organizaciones, redes y movimientos sociales resistirán la nefasta arquitectura empresarial que se pretende imponer: la “economía verde”, de la que mucho hemos hablado a lo largo de los boletines de este año.

Es por eso que esta Cumbre de los Pueblos tendrá como ejes las causas estructurales de la crisis ambiental y las falsas soluciones propuestas desde los gobiernos y el sector empresarial; las soluciones de los Pueblos; la articulación de campañas y luchas comunes. Las experiencias y proyectos que muestran cómo es posible vivir en sociedad de modo fraterno y sustentable contrarrestarán el individualismo y la destrucción del paradigma imperante. Porque, aunque nos robaron el camino, sigue habiendo corazones que laten en el anhelo de abrir otros caminos hacia un mundo en el que la esperanza florezca.