Nombrar a los crímenes (y a los criminales) por lo que son

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Ilustración: Brian Stauffer, Human Rights Watch

Lo que se considera un crimen o delito está vinculado a lo que no se considera como crimen. Lo que se suele llamar de “violaciones de los derechos" a menudo son claramente crímenes. Así, la mayoría de los llamados “impactos diferenciados” que deben soportar las mujeres por la imposición de industrias extractivas, deben ser llamados por su nombre: crímenes.

¿Qué es un crimen? Según el diccionario, un crimen o delito es un acto ilegal por el cual alguien puede ser castigado por la autoridad gubernamental. Pero, entonces, ¿qué se considera un ‘acto ilegal’? ¿Y quién decide esto?

Lo que se considera como un crimen o delito, por tanto, siempre va acompañado por lo que no se considera como crimen. Y viceversa.

Son muchas las tácticas y estrategias empleadas para imponer el control de la tierra y las operaciones extractivas en los bosques. Varían tanto como las formas utilizadas para despojar a las comunidades campesinas y pueblos indígenas de sus territorios, medios de vida y culturas comunales. La mayoría de estas tácticas y estrategias son actos criminales. Sin embargo, en la percepción pública (y de los organismos encargados de hacer cumplir la ley), no se los considera criminales y en cambio se los considera legítimos. Esto viene justificado con discursos sobre el “desarrollo nacional”, la “creación de empleo”, el “desarrollo bajo en carbono”, el “progreso”, etc.

El boletín anterior del WRM (1) reflexiona sobre lo que es el mal llamado desarrollo y advierte acerca de las estrategias que utilizan los actores que lo promueven para tomar el control de los territorios. Este boletín se centra en otro lado de esta historia.

El considerar acciones y decisiones particulares de empresas, bancos multilaterales y organismos gubernamentales como no criminales va de la mano de la criminalización de la mayoría de quienes disienten y resisten en el terreno. Quién decide qué debe considerarse criminal y qué no, está muy relacionado con el poder.

En este sentido, la economía capitalista se basa en la opresión estructuralmente racista y violenta de los trabajadores, las mujeres, los campesinos y las poblaciones que dependen de los bosques en el Sur global. Sin embargo, la mayoría de los tribunales y discursos dominantes perciben esta opresión (y los opresores) como legítima o no criminal o no delictiva. Un artículo de este boletín expone cómo la violencia y el abuso contra las mujeres es parte integral del modelo de plantaciones industriales y está en la base de cómo las empresas generan sus ganancias. Este abuso permanece en gran parte invisible para los consumidores e inversores, dejando a los perpetradores cometer sus crímenes sin consecuencias y manteniendo intacto el violento modelo de plantación colonial.

Los actos criminales o delictivos de actores públicos o privados ocurren constantemente en todo el mundo en formas muy diversas y cruzando diferentes capas de las sociedades. Otro artículo de este boletín expone cómo muchas prácticas perfectamente legales pero corruptas son rutina dentro de gobiernos y empresas, y con frecuencia incluso pasan por ‘buena gobernanza’ o son la misión declarada de organismos públicos.

Indonesia es un buen ejemplo. La implementación de la política económica neoliberal a fines de la década de 1960 fue dirigida por un grupo de economistas indonesios que estudiaron en la Universidad de California, Berkeley. Un economista de este grupo, apodado la Mafia de Berkeley, se jactó de haber presentado un ‘libro de recetas de cocina’ a Suharto. El ‘éxito’ de la violencia anti-izquierdista respaldada por Estados Unidos que conmocionó a la opinión pública para aceptar la imposición de un régimen neoliberal de derecha, convirtió el libro de cocina de la mafia en un método portátil. Solo cinco años después de que Suharto asumiera la presidencia, apareció un graffiti en Chile previo al golpe respaldado por Estados Unidos que derrocó al socialista Salvador Allende. El graffiti decía “Yakarta se acerca”. (2) Ahora parece que Jokowi, el actual presidente de Indonesia, con la controvertida Ley Ómnibus está reabriendo el libro de recetas de cocina de la Mafia de Berkeley. Un artículo de este boletín reflexiona sobre esta Ley y destaca las voces de seis activistas que se han resistido este ‘libro de recetas de cocina’ a lo largo de las islas durante décadas.

Otro ejemplo es el caso de Brasil, donde el acaparamiento de tierras ha sido -y sigue siendo- parte de un fuerte sistema del crimen organizado. Allí, la palabra grilagem se utiliza para referirse a la producción ilegal de títulos de propiedad sobre tierras públicas, dándoles apariencia legal. Una práctica criminal que comenzó en la época colonial con el robo de tierras de los pueblos indígenas y que sigue siendo muy utilizada por el gran capital. Una entrevista con un miembro de la Comisión Pastoral de Tierras (CPT, por sus siglas en portugués) reflexiona sobre las tácticas utilizadas por la empresa Amapá Celulose (AMCEL), que es una de las pocas grandes empresas de plantación de árboles en la Amazonía. Las plantaciones de eucalipto con certificación FSC de AMCEL producen y exportan astillas de madera para la industria de la celulosa y para la producción de energía, entre otros a Dinamarca.

Otro artículo de este boletín destaca los actos criminales legalizados que ocurren en Tailandia, donde la prominencia política de los militares y las inclinaciones autoritarias del propio Estado deciden qué es un crimen y qué no. El artículo muestra varios casos en los que la ley se ha utilizado en los últimos años para criminalizar la resistencia de las comunidades que habitan en los bosques contra el acaparamiento de tierras. El artículo muestra las duras consecuencias para los activistas comunitarios cuando se criminaliza la resistencia con el fin de proteger los intereses del gran capital y de una élite política.

Pero otros actores de la sociedad también influyen en lo que se considera un crimen o delito y lo que pasa como una práctica legítima. Un ejemplo son los sistemas de certificación. Un artículo del boletín muestra cómo el sello RSPO, que emite certificados para plantaciones industriales de palma aceitera con estándares de ‘sostenibilidad’, es administrada por los mismos productores que luego son juzgados por ella. Además, la legitimidad del Estado para establecer leyes se ve debilitada por el argumento de que el mercado debería fijar los estándares de ‘sostenibilidad’. Esto legitima las plantaciones de monocultivos, cuya gestión con demasiada frecuencia implica un crimen tras otro.

Lo que se suele llamar de “violaciones de los derechos de las personas”, por ejemplo, a menudo son lisa y llanamente crímenes que deben ser llevados a juicio. Asimismo, la mayoría de los llamados “impactos diferenciados” que deben soportar las mujeres por la imposición de plantaciones industriales u otras industrias extractivas, deben ser llamados por lo que son: crímenes.

Es hora de llamar a los crímenes y a los criminales por su nombre.

(1) Boletín 252 del WRM, Bancos para el desarrollo: financiando despojo y explotación
(2) Lausan, Jakarta is returning: The ‘neoliberal cookbook’ that guides Indonesia’s Omnibus Law, 2020