Hendro Sangkoyo - School of Democratic Economics, Indonesia
Cualquier intento de respuesta debe partir de una postura crítica sobre un conjunto de supuestos que admiten la posibilidad de que el Capitalismo, como protocolo político-económico mundial de acumulación y redistribución de la riqueza, acepte el colapso de la biósfera - la catástrofe que ayudó a crear.
Dejando de lado las interconexiones fortalecidas de la resistencia popular frente a las inversiones depredadoras de la vida en todo el mundo, el colapso ecológico - que, además del caos climático también trae consigo el Ébola, el SARS-CoV, el MERS-CoV, la gripe A y el actual SARS-CoV-2 - representa una amenaza sin precedentes para las instituciones que dan vida al mercado mundial. En los dos últimos trimestres de 2020 presenciamos lo que podría implicar el futuro del mercado mundial: una turbulencia que poco tiene que ver con los ciclos económicos, determinada por el caos.
El estilo habitual en la “gestión de crisis” de la infraestructura de la cadena de valor del mercado global - que incluye a la consultora McKinsey y los principales asesores de Wall Street así como a los comités asesores de bloques comerciales, los BRICS, el Banco Mundial, las Naciones Unidas, las miles de empresas incluidas en el Pacto Mundial de las Naciones Unidas y sus tentáculos en cada país, los capitanes de la industria y los magnates ladrones de los nuevos mercados emergentes - está generando las ya conocidas respuestas que casi siempre fracasan en su intento de manejar la alteración del “orden” temporal provocada por el Covid-19. A pesar de la apresurada gestión para reiniciar la producción, cuyo mejor ejemplo quizás esté dado por la industria automotriz japonesa y los proveedores de computadoras Apple en China, que ya comenzaron a preparar dicho reinicio a fines de enero, la connotación de tiempo y espacio de la palabra Futuro se reduce notablemente a una zona horaria no específica, es decir, “después que desaparezca la amenaza del coronavirus”.
La fe en las capacidades tanto de los mecanismos de mercado como de gobierno se ha visto sacudida y, en medio de eso, aprovechar la interrupción actual del mercado para anunciar una transición energética a una economía baja en carbono parece tan lánguido como patético. Sin embargo, una transición energética “de combustibles fósiles a combustibles no fósiles” como tal es una propuesta válida que merece un cuestionamiento serio de los supuestos que están por detrás de esto. Y lo más importante, si ese llamado también significaría una transición de la economía a la que sirve. La justicia por tanto debe aplicarse tanto a los objetivos socio-ecológicos finales como al método y proceso de retirada.
Observemos más de cerca cada palabra del término “transición energética”. Como se usa habitualmente, el término tiende a significar nada más que una alteración en el tiempo de la composición de las fuentes de energía, que es un insumo clave al camino habitual de crecimiento económico. La miseria, la explotación y la depredación de la vida asociadas a dicho crecimiento es ignorada.
El tipo de enfoque del “lado de la oferta” no dice una sola palabra sobre el pandémico urbanismo industrial, la verdadera fuente de la demanda de la industria energética. Tampoco hay ninguna mención explícita sobre la necesidad de una transición que se aparte esencialmente del extractivismo como su piedra angular, ni a una incorporación seria de la justicia en la redefinición de cómo se entiende el término energía.
Sin excepción, cualquier avance técnico o reconfiguración de la conversión/generación de energía (como agrocombustibles, energía eólica, hidro-cinética o geotérmica, células fotovoltaicas o baterías para vehículos eléctricos y almacenamiento de energía) debe admitir su dependencia del extractivismo, que va en aumento tanto en intensidad como en cobertura geográfica y ecotoxicología.
Por citar un ejemplo, en una declaración realizada por Greenpeace en 2011 acerca de un paquete de revolución energética para Asia, la organización mencionó que “con su actual necesidad de electrificación, su condición geográfica y sus comunidades dispersas, Papua es el modelo perfecto para la instalación de redes descentralizadas de energía renovable que ya pueden ser aprovechadas para energizar el futuro”. Relegar la particularidad y los valores de la condición humana y su entorno vital a un conjunto de objetivos técnicos externos propuestos es, en el mejor de los casos, problemático. De hecho, para ambos lados de la isla de Papua y para las innumerables islas pequeñas que la rodean, la energía, tal como se define por sus componentes técnicos de generación, transmisión y distribución, debe redefinirse y entenderse en primer lugar como un problema social y ecológico. Esto es aún más importante frente a la búsqueda frenética de materias primas en la región por parte de la industria energética.
Como resulta evidente en la minería artesanal de cobalto de la República Democrática del Congo, los desiertos de metales raros de China, el corredor de níquel y cobalto de Sulawesi-Molucas-Papua en Indonesia, o el triángulo de litio de los salares de Chile, Bolivia y Argentina, una economía baja en carbono trae consigo, en su proceso, una mayor depredación ecológica y social. Bajo la transformada geografía de producción de mercancías, la industria energética también debe mantener su dependencia de los combustibles fósiles, incluyendo al carbón, el gas y los transportados en búnkers, además del acaparamiento de tierra y agua y la intoxicación. Todo esto está asociado a sus operaciones.
Estas cargas sociales y ecológicas de tal transición/revolución también sostienen la demanda de un imperialismo extractivo: los países con grandes depósitos de los nuevos oros, tales como los minerales para baterías (cobalto, litio, níquel, grafito y manganeso), quedan rehenes de los requisitos tecnológicos de la energía verde. De hecho, las etiquetas “limpio” y “contaminante”, o de emisiones de carbono “altas” y “bajas” sirven como mera referencia para activos de inversión industriales o financieros; en la realidad, éstas le otorgan impunidad a las corporaciones.
Indonesia es un claro ejemplo. El país posee el mayor potencial de energía geotérmica del mundo - y el mayor riesgo de desastres por actividad volcánica, tectónica y sísmica inducida por la geotermia. En este contexto, las finanzas globales y el capital industrial detrás del desarrollo geotérmico trabajan codo a codo no solo con quienes ocupan las oficinas públicas sino también con los lobbies industriales del carbón y las organizaciones ambientalistas políticamente influyentes. Esta cooperación implica la privatización del proceso legislativo del país y la creación de varios canales especiales de inversión.
Asimismo, la subvertida frase “restauración del ecosistema” se refiere en gran medida a un tipo de propiedad o concesión empresarial para el establecimiento de plantaciones para agrocombustible o celulosa, que no tiene nada que ver con el bienestar de los bosques. Desde este punto de vista, la transición o revolución energética, en el uso común del término, da paso a un episodio más oscuro del colonialismo: el mayor apetito por la “transición” o la llamada “revolución” energética proviene de los países más industrializados, mientras que el requisito para sostenerla radica en los países supuestamente independientes, ricos en minerales y tierras fértiles.
La “transición” se convierte en una palabra codificada, vacía de criterios adecuadamente específicos para su proceso y resultado social y ecológico. Al igual que con la medicalización del Covid-19 o la financiarización de la mitigación del cambio climático, cualquier variante política de la campaña sobre un Nuevo Acuerdo Verde (mejor conocido como el Green New Deal) centrada en los estados y las empresas no es una respuesta al acelerado colapso socio-ecológico. En la medida que la “transición” se refiere a una sostenibilidad del industrialismo empresarial decidida unilateralmente, la “energía” - la otra mitad del término - continúa escondiendo una matriz energética particularmente violenta al servicio de la acumulación de riqueza, mediante la destrucción de vida en la Tierra. Detener el motor sigue siendo la agenda de aprendizaje social de máxima importancia.