Un modelo para el racismo ambiental

Imagen
Racismo ambiental

En 1969, cuando tenía tres años de edad, mis padres se vieron forzados a mudarse de la casa en la que nací, situada en un barrio de gente de varios colores, etnias e incluso clases, a una duna de arena despojada de toda vegetación y a la que dejaron vacía a excepción de algunas casas de bloque mal construidas, sin electricidad, revoque o cubierta, y cerradas con techo de asbesto.

Tuvimos que mudarnos porque mi familia fue clasificada en Sudáfrica como gente de color (negra), gente de ascendencia mixta. Debido a nuestras características físicas, el Estado - que era un Estado blanco, del apartheid - nos trató de manera diferente.

Las casas, ubicadas en una empinada ladera de arena suelta, carente de vegetación, estaban separadas tan solo por unas escasas láminas de metal de construcción. La vista que teníamos desde nuestra nueva casa era la refinería de petróleo US-Mobil, que como una maldición volcaba su humareda tóxica sobre la población local de color. El resultado inmediato de esto no sólo fue una lesión a nuestra dignidad y bienestar psicológico sino también daños físicos a nuestro organismo. Al no tener electricidad debíamos hervir agua en un quemador que, siendo un niño pequeño, tiré al suelo derramándome encima agua hirviendo. La ropa quedó adherida a la piel y mi cuerpo se llenó de ampollas. Con las pronunciadas pendientes del lugar y el metal como muro de contención, era casi seguro que ocurriría un desastre. Cuando llegaron las primeras lluvias, mi hermana se resbaló por la ladera y cayó sobre la lámina de metal, cortándose el cuerpo. Con los humos tóxicos llegó el asma, y yo formé parte del 52% de la población juvenil local - la cifra más alta registrada formalmente en el país - afectada por esta maldición. A causa de los gases tóxicos de la refinería de petróleo Mobil y de la fábrica de papel local Mondi - una de las principales subsidiarias de Anglo American-, tuvimos retrasos en el crecimiento. Pero lo más alarmante como jóvenes, en ese entorno carente de vegetación autóctona, con gente hacinada en viviendas pobres y una industria sucia en el horizonte, es una realidad y visión de la vida deformada. No podíamos imaginar otro mundo y adquirimos un enfermizo sentimiento de orgullo de tener que vivir en esa realidad de brutalidad industrial y naturaleza destruida.

Tanto esta planificación del apartheid como el racismo ambiental no ocurrieron por casualidad. Fue algo que se construyó a medida que el capital corporativo se confabulaba con el Estado. Al igual que la esclavitud, la planificación del apartheid necesitó tanto de la avaricia empresarial como del Estado para favorecer y proteger a la riqueza. A más de 150 años de la esclavitud y dos décadas después de la desaparición del apartheid, la realidad es que estas leyes racistas dieron lugar a una acumulación inhumana e ilegal de riqueza que hoy sigue estando protegida por “derechos de propiedad” en varias constituciones del mundo, incluso en la propia Sudafricana. El Estado ha creado sistemas para proteger las ganancias mal habidas.

Fundamentalmente, la planificación del apartheid y el subsiguiente racismo ambiental se consideran a menudo en el contexto de la llegada al poder en 1948 del abiertamente racista Partido Nacional, y la aprobación de leyes que obligaban a la segregación de las personas. Pero esto no es del todo correcto. El racismo ambiental vinculado a la planificación urbana se remonta a la década de 1920, cuando el entonces gobierno británico creó la primera ciudad segregada en Durban. El gobierno del apartheid perfeccionó e institucionalizó la planificación británica, que dio lugar a lo que a menudo es referido como “un modelo de gueto”. Los guetos - townships en inglés, cuya traducción literal sería municipios - eran los lugares a los que se confinó por ley a la población sudafricana negra, un lugar al que mi familia y yo nos vimos obligados a trasladarnos a vivir en 1969. Así que ¿cómo se ve este modelo en la práctica? Tiene casas precariamente construidas, desprovistas de vegetación autóctona, con caminos polvorientos, industria contaminante en el perímetro, basureros de residuos tóxicos y municipales en el vecindario y, como una buena medida, un alcantarillado funciona frente a tu puerta. Éste es el modelo de la planificación del apartheid.

Cuando hoy se habla de racismo ambiental, a menudo salta a la vista el movimiento de Estados Unidos por los derechos civiles. Esto se debe a que en las décadas de 1960 y 1970, el movimiento negro logró impugnar y documentar exitosamente estas violaciones a los derechos civiles cometidas por el racismo. Fue fácil entonces avanzar de los derechos civiles a los derechos ambientales y, en la década de 1980, en Estados Unidos comenzó a hablarse de racismo ambiental. A esto se suma la forma en que académicos como el profesor Bullard, en el influyente trabajo “Dumping in Dixie” [un vertedero en Dixie], pusieron de relieve cómo la clase social y el color de la piel fueron decisivos para los gobiernos blancos a la hora de decidir dónde colocarían los vertederos tóxicos.

Esta narrativa del racismo ambiental, por lo tanto, no fue muy difícil de hacer en la emergente Sudáfrica democrática de la década de 1990. Quienes ya reclamaban democracia e igualdad para todos a través de las luchas por un sistema justo de vivienda, educación y salud, pudieron fácilmente alinearse con aquellas que procuraban hacer retroceder al racismo ambiental.

Pero a pesar de estas victorias en los derechos civiles en los Estados Unidos, de la victoria democrática en Sudáfrica, y de los numerosas gobiernos alineados al pueblo progresistas que han surgido, sobre todo en lugares como América Latina, los impactos en curso de los “proyectos de desarrollo” dejan su secuela de daño en personas y tierras.

Actualmente, las contaminantes centrales eléctricas alimentadas con carbón en Sudáfrica son causantes de la mayoría de las muertes provocadas por la contaminación del aire entre las comunidades negras pobres de Sudáfrica, en lugar de brindar a las personas una energía útil y accesible. En una Sudáfrica democrática, más del 30% de los sudafricanos viven en la pobreza energética, es decir, no tienen suficiente energía para cocinar y calentar sus casas de manera segura.

Tal como advierte Amigos de la Tierra, Mozambique, grandes proyectos de infraestructura como la proyectada represa Mphanda Nkuwa destruirán la zona inferior del río Zambezi así como las formas de sustento de sus pueblos, y no a cambio de energía para la población local sino para las industrias destructivas en Sudáfrica que requieren un uso intensivo de energía. La colocación de líneas de transmisión en Mozambique para hacer llegar energía a los pobres resulta demasiado cara. Las grandes plantaciones de monocultivos en KwaZulu Natal, una provincia de Sudáfrica, han magnificado los efectos de la sequía de dos años en Sudáfrica, afectando principalmente a quienes menos agua utilizan ya que sus cultivos anuales de subsistencia se secan y sus animales mueren. A diferencia de los productores de monocultivos comerciales, no hay un seguro que los salve. Pero fue también el gran aumento de monocultivos, predominantemente de eucaliptos, en la década de 1980, en la zona central de KwaZulu Natal, lo que desmanteló la industria lechera que daba un gran número de puestos de trabajo, y obligó a la población rural negra a trasladarse a zonas urbanas, provocando la intensificación de la violencia política entre la población urbana y la población rural inmigrante, resultando en miles de muertes.

En la actualidad, nuestros gobiernos mundiales se han rendido frente al poder de las empresas, que afianzarán aún más el racismo ambiental; y serán las comunidades negras e indígenas las que saldrán más perjudicadas. Luego de otra ronda de conversaciones de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en diciembre de 2015, los mecanismos de mercado - como REDD - se han afianzado, anunciando un futuro sombrío para los pueblos indígenas en la medida que sus tierras les serán arrebatadas supuestamente para “salvar el planeta y los bosques”, mientras que les quitan sus medios de vida y las plantaciones les absorben sus aguas. Ni un solo gobierno se puso de pie en París durante las conversaciones de la ONU para decir: “esto dañará a nuestro pueblo, no podemos cumplirlo”. Así que el camino que facilita el racismo ambiental fue acordado a escala mundial, para ser aplicado a escala local.

Pero al igual que muchos de quienes fuimos reubicados en los sombríos días del apartheid, es necesario dar crédito a la gente mayor. Para ellos otro mundo fue posible, ya que lo vivieron, y muchos se aseguraron de que a través de la dolorosa experiencia del apartheid, nosotros, como niños, lo recordáramos. Escuchemos hoy a los pueblos indígenas del mundo y a quienes viven con la tierra y recordemos que otro mundo es posible.

Bobby Peek, bobby@groundwork.org.za
groundwork – Amigos de la Tierra, Sudáfrica