En el noreste de Camboya, diversos grupos indígenas viven desde hace siglos preservando un ecosistema de bosque inmenso y extremadamente diverso, que se mantuvo intacto hasta hace pocas décadas, cuando comenzó su explotación masiva. Las prácticas agrícolas indígenas, como en muchas otras zonas boscosas del mundo, han contribuido a mantener allí la diversidad biológica y figuran entre las más sustentables que se conocen hasta ahora.
La perturbación de este sistema ecológico y social está lleno de consecuencias para las comunidades y mujeres indígenas, como lo explica esta mujer bunong de Mondulkiri:
“La compañía cortó todos los árboles para hacer las plantaciones. Dicen que los indígenas también talan el bosque. ¡Pero los indígenas no hacen eso! Nosotros interrogamos a los espíritus antes de talar, tratamos de entender a través de los sueños si los espíritus están de acuerdo, luego talamos sólo pequeñas parcelas para hacer nuestros cultivos, y nunca cortamos los árboles grandes. En cambio, la compañía corta todo, así que ahora no hay más árboles, ni animales, ni siquiera vegetales. Había seis grandes bosques aquí en los alrededores, y muchísimos animales silvestres; encontrábamos verduras, medicamentos, resina, raíces, peces, frutos.
Ahora el bosque fue talado y los espíritus expulsados, de modo que ya no ayudan a la comunidad. Para nuestros mayores se ha vuelto difícil hacerse respetar por los jóvenes. Antes, los espíritus estaban en torno a la aldea y los jóvenes eran más respetuosos. Los espíritus ya no ayudan a la comunidad, ni siquiera si nos falta alimento o en caso de enfermedad.
Tenemos miedo de los trabajadores de la compañía, miedo de los drogadictos, de que nos violen, y de que le peguen a nuestra gente. Esa gente anda por aquí desde hace dos años; vamos a todas partes acompañadas por hombres, porque tenemos miedo. No respetan a las mujeres, por eso tenemos miedo, y tememos que los hombres de la aldea se vuelvan como ellos, sobre todo los jóvenes.”
Las plantaciones comerciales no sólo perturban el medio ambiente ecológico, también tienen duras consecuencias para la población. La inmigración masiva de trabajadores que se produce habitualmente cuando se crea una plantación provoca la sobreexplotación de recursos, como animales silvestres y peces, que se vuelven escasos y menos accesibles para las comunidades indígenas. Los inmigrantes provocan a su vez la migración de otras personas no indígenas, como proveedores de servicios, y esto suele contribuir a modificar el equilibro demográfico en la zona. Los trabajadores de las plantaciones son casi siempre hombres; así, la prestación de servicios sexuales comienza a multiplicarse y esto contribuye a devaluar el estatus de las mujeres en general, y a hacer que la vida social se vuelva más machista.
Una mujer Tampuan de Ratanakiri lo explica así: “Aquí ya no quedan bosques, sólo tenemos plantaciones de caucho. Ahora todo el mundo también quiere vender la tierra; quieren plantar castañas de cajú, soja o mandioca. La gente se quejó de estas ventas de tierras, pero no pudieron recuperarlas. Ahora los aldeanos hacen lo mismo y quieren también ellos vender sus tierras. Piensan que si no venden, las compañías se las van a sacar de todos modos. Los hombres quieren vender la tierra, ya no escuchan a las mujeres, quieren dinero. A los ancianos les responden: ‘si queremos vivir de otra manera es cosa nuestra, no es asunto de ustedes...’ No escuchan a los ancianos y venden su tierra; luego invaden la tierra de otros, se producen disputas, dicen que es un asunto privado, no de la comunidad, y empieza a haber montones de conflictos entre la gente y entre los hombres y las mujeres. Los hombres beben, ¡y cuando no tienen dinero venden pedazos de tierra para pagar sus deudas! Los que venden su tierra se vuelven pobres, y luego borrachos. Las familias sin tierra suelen ponerse a beber mucho, viven emborrachándose”.
Donde la explotación comercial intensiva en tierras que antes eran bosque tiene consecuencias más dramáticas es en las comunidades. Esta forma de desarrollo transmite valores sumamente destructivos para la trama social de las comunidades indígenas y de los seres humanos en general. El dinero, el individualismo, la competencia y el consumismo rompen el pacto de solidaridad que anima a las comunidades. Aparecen divisiones entre sus miembros, entre los viejos y los jóvenes, entre las mujeres y los hombres. La economía de mercado es machista, y los hombres suelen dejarse seducir más fácilmente por el atractivo del dinero y la economía monetaria.
Las mujeres pagan caro esta perturbación de sus sociedades y valores. Su carga de trabajo aumenta, dado que muchos recursos que suelen recolectar en las cercanías, como leña, agua, vegetales, materiales para artesanías, herramientas, medicinas, pequeños animales o resina, ya no están a mano. Cuando llegan las plantaciones, los indígenas tienen que llevar sus cultivos a otra parte, lo cual obliga a las mujeres a hacer largas caminatas para llegar a ellos y trabajar en la huerta familiar. Si los hombres son contratados para trabajar en la plantación, las mujeres quedan solas para ocuparse de todo. Su trabajo en la propiedad familiar garantiza la alimentación de la familia, pero es una tarea invisible y no valorada porque no se inscribe en el marco de la economía monetaria. Sin embargo, es esto lo que permite a las empresas sacar ventaja manteniendo bajos los salarios de los trabajadores. En el contexto masculino que esta forma de desarrollo neo-colonial está forjando, las mujeres indígenas cumplen tareas agotadoras pero no reconocidas, y su posición en la sociedad se debilita cada vez más.
Para las mujeres, el bosque representa mucho más que la mera subsistencia: también es placer, un lugar agradable, diversión, una puerta abierta a la imaginación. Como dice Lun, una mujer de Ratanakiri: “A nosotras las mujeres nos gusta mucho el bosque, es fresco y es divertido. Nos gusta ir allí, no nos asusta, y pasamos buenos momentos. Cuando yo era niña solíamos ir al bosque y dormir allí, con mi padre y mi tío que vivía en una aldea cercana. Era algo muy agradable, atrapar pececitos y cangrejos en las charcas, recolectar resina o encontrar brotes de bambú. A veces encontrábamos algún tipo especial de hojas, y solíamos pasar allí la noche para recolectar resina. Pero ahora es difícil porque está la compañía, no sabemos cómo sucedió, si el bosque fue vendido o si simplemente lo tomaron, lo cercaron y pusieron un cartel para prohibir la entrada.”
Cuando un bosque es talado se pierde algo más que los productos tangibles. El bosque es el refugio de los espíritus, la fuente de historias y epopeyas, un lugar de aventuras y desafíos, y el lugar que aguarda a todos al final de la vida. Y también concierne a las estrellas, como nos dijo una joven Kreung de Ratankiri: “Cuando hay muchas estrellas en el cielo, algunas vienen a dormir con las niñas y otras van a dormir con los varones. Yo aprendí de los mayores que las estrellas cuidan el bosque. Eso es lo que sé.”
Por Margherita Maffii, Phnom Penh, setiembre de 2008, correo electrónico: mafpol@gmail.com