Colombia: plantaciones de palma, violaciones de derechos humanos y autodignificación de comunidades afrodescendientes

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Cuando se habla de violación de los derechos humanos, no es posible dejar de hablar de Colombia. Cuando se habla de la brutal expansión de las plantaciones de palma aceitera en territorios comunitarios, no es posible dejar de hablar de Colombia. Allí, ambos temas van de la mano.

Frente a la crisis de cambio climático, una de las respuestas es la promoción de los agrocombustibles, entre ellos la palma aceitera.  Lo que se ve por  detrás de esa propuesta es que no solamente deja incambiadas las formas insustentables de producción, comercialización y consumo que nos han llevado a este punto crítico, sino que la palma aceitera no sería un combustible “verde” sino “rojo”, porque viene manchada de sangre.

Las cuencas del Curvaradó y Jiguamiandó, en la región del Chocó biogeográfico colombiano, fueron declaradas reserva natural en 1959. No obstante, en 1996, el ejército y los paramilitares iniciaron una ofensiva en la zona, que permitió la expansión del agronegocio de palmeros, ganaderos y madereros.

La palma aceitera y la explotación ganadera se expandieron en más de 23 mil hectáreas de territorio colectivo de comunidades afrodescendientes. La Fuerza Pública actuó en acciones directas o bajo la estrategia paramilitar, provocando centenares de crímenes – más de 140 víctimas de asesinatos y desapariciones forzadas –, saqueo y destrucción de bienes, persecución, amenaza y abandono forzado de tierras.

Organizaciones de derechos humanos y familiares de desaparecidos dan cifras para toda Colombia de unos 4 millones de personas desplazadas de sus tierras por operaciones armadas en los últimos 15 años y más de 15 mil desapariciones forzadas. Cerca de 7 millones de hectáreas de tierras han sido apropiadas ilegalmente por paramilitares o traficantes de drogas en ese periodo, la mayoría de las veces luego de haber forzado el desplazamiento de los pobladores.

Esas prácticas de terrorismo estatal y paramilitar forman parte de una estrategia que busca no solamente la usurpación de un territorio sino la instauración en él de procesos destructivos. En las cuencas del Curvaradó y Jiguamiandó, el despojo de tierra fue acompañado de la deforestación intensiva de selva primaria en más de 10 mil hectáreas, la desertización de cinco ríos, la contaminación de cursos de agua por los agrotóxicos utilizados en las plantaciones de palma que provocaron además alteraciones especialmente graves en la salud de mujeres, niñas y niños.

Hace más de 120 años la abolición de la esclavitud provocó una diáspora a lo que se conoce como el Chocó Bio Pacífico. La gente se asentó en selvas húmedas, espacios y lugares de profunda hermosura, de multiplicidad de especies, plantas y hierbas, aves, mariposas, flores, animales silvestres, vegetación primaria de árboles, insectos. Sus lugares se convirtieron en verdaderos espacios de libertad donde se mezclaron con pueblos indígenas y luego con mestizos. Y finalmente se conformaron como pueblo tribal, reconocido como tal en cuanto tienen “estilos de vida tradicionales, cultura y manera de vivir diferentes de otros sectores de la población nacional, y organización social propia y costumbres y leyes tradicionales” (1). Se reconocen como miembros de una “comunidad negra”, y “afrocolombianos” o “afrodescendientes”.

Esta identidad propia comprende elementos relacionados con la pertenencia a la comunidad, articulada por el río y arraigada en un territorio ancestral cuya relación es casi umbilical: el territorio es su madre y es su padre porque de él reciben todos los beneficios. Lo conciben como un tejido integral que implica no solo tierra sino también vida de seres humanos, red social, organización comunitaria, formas de subsistencia, resolución de conflictos internos, movilidad frente a eventos que atenten contra sus vidas y una relación propia con la biodiversidad. Su territorio garantiza sus costumbres y su forma de vivir, la propiedad comunitaria y la protección ambiental.

El destierro forzado, pues, constituye una violación a la integridad de su existencia y ha provocado lesiones en lo personal, lo familiar, lo colectivo, las prácticas sociales y culturales, sus modos de habitación y de ocupación territorial, sus modos de relación con la tierra, los animales, el agua, la cocina, la organización y la relación con los externos.

Pero frente a las violaciones múltiples de sus derechos humanos, aún en medio del conflicto armado interno y de la implementación de obras de infraestructura y agronegocios ilegales y criminales, las comunidades de afrodescendientes han desarrollado procesos innovadores de resistencia civil en las Zonas Humanitarias y Zonas de Biodiversidad.

Las Zonas Humanitarias son lugares habitados por un grupo humano que afirma sus derechos como población civil. Estos lugares específicos de protección de la Vida – tanto humana como colectiva y de los ecosistemas – son un medio de regreso al territorio y de enfrentar las pretensiones de las estructuras criminales. Sus miembros comparten libremente un Proyecto de Vida para defenderse de la militarización institucional y de ser víctimas de eventuales confrontaciones armadas.

Las Zonas de Biodiversidad son áreas de protección y de recuperación de ecosistemas de Territorios Colectivos o privados y de afirmación del derecho a la alimentación de grupos familiares cuyos predios han sido arrasados o están en riesgo de ser destruidos por agronegocios, obras de infraestructura, o explotación de recursos naturales.

Desde esos lugares las comunidades ejercen la libre expresión, la discusión democrática que incluye a mujeres, y niñas y niños, y modos de producción que les aseguren la soberanía alimentaria. Recuperan y sanan sus territorios.

Mientras en la cumbre de clima se promueven todo tipo de artilugios – REDD, agrocombustibles, geoingeniería y demás – para dilatar la verdadera medida que tarde o temprano habrá que adoptar y que es parar la extracción de combustibles fósiles, con la recuperación de sus territorios de las manos del agronegocio y los mega-emprendimientos, estas comunidades contribuyen verdaderamente a frenar el cambio climático.

En tiempos de violaciones en masa de los derechos humanos, de ecocidios, empezando por el propio cambio climático, estas comunidades colombianas criminalizadas, marginadas, estigmatizadas, dan testimonio de sus derechos en un ejercicio autónomo y libertario de dignificación.

1. Artículo 1.1 del Convenio 169 de la OIT y Convenio Número 169 sobre pueblos indígenas y tribales: un manual, Proyecto para promover la política de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales, Ginebra, 2003, pág.7.

Extractado y adaptado de los informes: “Resiliencias colectivas. Se mata con hambre, se mata con balas, y se quiere matar el alma”, Danilo Rueda, Comisión de Justicia y Paz, http://tiny.cc/rbqAT; y “Derechos Humanos y Palma Aceitera Curvaradó y Jiguamiandó”, De Ver 236, http://colombia.indymedia.org/news/2006/02/37083.php