Cuando las corporaciones, agencias gubernamentales u algunas ONG, planifican e instalan proyectos de extracción de petróleo o gas, hidroeléctricas, carreteras, plantaciones de monocultivo, de áreas protegidas y preservación de bosques (tipo REDD+), aserraderos industriales, entre muchos otros, ¿quiénes son los que deben cargar con los ineludibles efectos sociales y ambientales que estos proyectos conllevan? ¿A costa de quiénes se crean proyectos para – según afirman sus promotores – generar “desarrollo”? ¿De quién es ese “interés nacional” que tanto promueven los gobiernos para justificar la expansión de proyectos destructivos para con los territorios y las comunidades que dependen de los bosques? El modelo económico hegemónico, con su inherente discriminación y racismo, ve a las comunidades indígenas, campesinas, tradicionales, pesqueras, etc. como espacios “subalternos” que pueden ser explotados, arrasados, reconfigurados, según las necesidades de acumulación del capital. Esta colonialidad, enraizada en el poder, se vuelve aún más presente al agregarle una mirada feminista. Pero un feminismo que permita abordar la opresión de los cuerpos y las vidas de estas mujeres negras, indígenas, campesinas, pesqueras. Ellas no son sólo mujeres. Su posición dentro del “sistema mundo” cruza opresiones de género, raza y clase.
En este contexto y en un constante intercambio entre las luchas históricas de los pueblos por su autonomía y las pensadoras y los pensadores críticos de la academia, empieza a surgir la idea del feminismo en su relación con la decolonialidad. La decolonialidad se refiere a la disolución de las estructuras de dominación y explotación configuradas por la colonialidad del poder (1). Una idea todavía en disputa que sigue cambiando y enriqueciéndose a través de las luchas que intentan romper con dicho sistema de poder colonial, los intercambios de experiencias y los diálogos con el mundo académico crítico. Quizá el consenso más amplio entre las que debaten la idea del feminismo decolonial es la necesidad de revisar el feminismo clásico, hegemónico, y la importancia de incluir miradas y voces de muchas más tradiciones y opresiones que fueron olvidadas en lo que se va contando de las historias de las mujeres.
A la par, el feminismo negro y de color en los Estados Unidos, afirmó la necesidad de entender que no se puede explicar la opresión de la gran mayoría de las mujeres desde una mirada que atienda solo al género, sino también a la raza, la clase y al heterosexismo. Los grupos de mujeres del Sur, tomaron esa mirada y la complejizaron con el análisis de su propia experiencia colonial impuesta sobre sus territorios y cuerpos. Este giro decolonial permite hacer una ruptura con la forma de entender el mundo desde las ciencias modernas occidentales y los eurocentrismos. Mientras que permite, al mismo tiempo, incluir saberes comunitarios, indígenas o populares urbanos, los cuales han sido ignorados sistemáticamente por el sistema hegemónico al intentar imponer una mirada occidental dominante.
El feminismo autónomo de los 90s produjo una fuerte crítica sobre los intentos de imposición de agendas neoliberales a través de la cooperación para el desarrollo, de la “institucionalización” del feminismo -visto como porcentajes de “participación” de mujeres en espacios gubernamentales-, y también de muchas ONGs. Luego se fue pasando de la crítica al análisis histórico del hecho colonial. Esto implicó hacer una reflexión sobre la definición del pasado y las raíces de los pueblos tradicionales así como de la relación de éstos con un estado-nación que organizó o intentó organizar la vida desde esa visión.
¿Una historia con una sola voz?
La mirada feminista decolonial también reconoce al sistema educativo como un sistema al servicio de la expansión del modelo occidental. Un sistema que ha acompañado los procesos de expansión del estado-nación, ha acompañado los procesos de implementación de los modelos liberales y neoliberales, ha moldeado nuestra imagen del mundo, nos ha dicho que es lo bárbaro, que es lo superado, que es lo verdaderamente humano, cuál es el tipo de relación con la naturaleza que hay que tener, nos ha asimilado a la mayoría de la gente de esta tierra, nos ha inyectado esa mirada producida por la matriz colonial y la razón imperial.
Es necesario voltear los contenidos de arriba para abajo. Es necesario revisar lo que se piensa sobre el saber, cómo se piensa la historia o las historias. Hay que recuperar los modelos de conocimiento, de producción de saber y de traspaso de las experiencias de una generación a otra. Hay que incluir otras voces para poder escribir otras historias.
Buscando nuevos caminos
El feminismo “hegemónico” terminaba defendiendo una serie de estrategias políticas que en realidad perpetuaban el modelo impuesto por el estado colonial y el sujeto blanco burgués. Por ejemplo, algunos encuentros feministas radicales de los 70 planteaban que la liberación de las mujeres iba a ser gracias a que la tecnología iba a suplantar su capacidad de reproducción. Al pensar eso, el feminismo estaba reproduciendo ese ideal de la modernidad, de dominio sobre la naturaleza, de supremacía humana por sobre toda la vida en el planeta, que es justamente lo que termina oprimiendo a la gran mayoría de las mujeres, y en especial, a aquellas que además son indígenas, campesinas, negras, pesqueras. Obviamente ese sistema tecnológico sería producto de la producción capitalista. Las primeras que lo cuestionan abiertamente son las feministas negras y de color cuando se preguntan ¿Quiénes son las que están llamadas a pagar el precio de la liberación de unas cuantas? Y de ahí empieza el análisis sobre quiénes realmente se benefician de este tipo de mirada feminista moderna y occidental, es decir, las que están en el lugar de privilegio.
En la búsqueda de nuevos caminos se apuesta por un feminismo que justamente pueda reconocer la realidad de la mayoría de mujeres del mundo que confrontan opresiones múltiples y que a la vez, pueda superar la fragmentación del análisis y la fragmentación de las luchas. La mirada decolonial obliga a entrar en luchas no solo feministas pero además en luchas antirracistas, de apoyo a movimientos indígenas, campesinos. Lo que cuestiona fundamentalmente es la interpretación misma de una opresión fragmentada.
Las opresiones de las mujeres enraizadas en sus territorios no se ceñían solo al espacio “íntimo” del hogar. “Afuera”, en el espacio de la plantación, de la fábrica, de la maquila, del trabajo cotidiano, los abusos venían del patrón, de las corporaciones, de quien tiene los medios de producción. Un estudio basado en testimonios de las trabajadoras de las plantaciones de palma aceitera de Indonesia mostró el enorme esfuerzo que las mujeres deben hacer para cargar con la doble obligación de trabajar en las plantaciones y realizar las tareas domésticas (2). Una trabajadora afirmó que “Es muy duro el trabajo en los campos [de la compañía], hay que soportar el calor y que la lluvia nos caiga encima. Además de la responsabilidad de la casa, está el trabajo fuera de casa, de la mañana a la tarde, y al regreso todavía hay más tareas domésticas para realizar."
Las mujeres enraizadas en sus territorios, trabajan de sol a sol junto con sus compañeros, son explotadas igual que ellos, están en el frente de las luchas, atienden a las hijas e hijos y velan por la salud y semillas, por la defensa de sus territorios y también han tenido que enfrentar la violencia del estado capitalista y liberal. Muchas veces, incluso con repercusiones mucho peores. Ahí es donde se comienza a reflexionar sobre como el sistema dominante en el que vivimos hoy en día crea opresiones que se dan correlativamente, opresiones que no están separadas. El género tiene que ver con una posición de raza y de clase, y el lugar de lo humano también. Eso va construyendo luchas que guían posibles caminos hacia una transformación radical, solidaria y reivindicatoria. Como bien lo afirmaron las mujeres del Pueblo Mam de Quetzaltenango en Guatemala durante su segundo encuentro en octubre de 2014, “las mujeres hemos sostenido la vida, y hoy más que nunca, nos comprometemos a levantarnos junto a los hombres para darles a nuestros hijos e hijas, a nuestros nietos y nietas una vida más digna; y esto lo haremos uniéndonos como mujeres y como Pueblo Mam.” (3)
Muchas de las ideas sobre feminismo decolonial son extraídas del artículo: Barroso, J. M. (2014). Feminismo decolonial: una ruptura con la visión hegemónica eurocéntrica, racista y burguesa. Entrevista con Yuderkys Espinosa Miñoso. Iberoamérica Social: revista-red de estudios sociales (III), pp. 22 – 33 http://iberoamericasocial.com/feminismo-decolonial-una-ruptura-con-la-vision-hegemonica-eurocentrica-racista-yburguesa
(1) El académico peruano Aníbal Quijano define a la “Colonialidad del Poder” como uno de los elementos específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas y de la existencia social cotidiana. Colonialidad es un concepto diferente de, aunque vinculado a, Colonialismo. Este último se refiere estrictamente a una estructura de dominación/explotación donde el control de la autoridad política, de los recursos de producción y del trabajo de una población determinada lo ejerce otra de diferente identidad y cuyas sedes centrales están además en otra jurisdicción territorial. Pero no siempre, ni necesariamente, implica relaciones racistas de poder. Ver: http://www.jwsr.org/wp-content/uploads/2013/05/jwsr-v6n2-quijano.pdf
(2) Una panorámica de las plantaciones industriales de árboles en países del Sur, http://wrm.org.uy/es/files/2013/01/EJOLT3_ESPs.pdf
(3) Guatemala: Declaración de las mujeres del Pueblo Mam de Quetzaltenango, en el marco del segundo encuentro,