Pincelazos de vivencias con la vida arbórea

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“Se nos mostró que nuestra vida existe con la vida arbórea, que nuestro bienestar depende del bienestar de la vida vegetal...” es lo que leo una y otra vez en el “Mensaje al Mundo Occidental” enviado por la Confederación de las Seis Naciones Iroquesas, al noroeste del continente norteamericano, a las Naciones Unidas, 1977.

La lectura y las relecturas de este documento, al cual accedo gracias a la hoy desaparecida revista “Mutantia” de la Primavera 1987, me produce una y otra vez la sensación de encontrarme ante un mensaje revelador. Hoy quiero compartir algunas de las muchas vivencias que me han generado el tomar conciencia de que mi bienestar, mi salud, mi propia vida toda está en relación con la vida arbórea, con la vida de los bosques.

La morera del patio de mi casa: Me relaciono intensamente con esta morera que se levanta altísima a mis ojos en el patio de mi casa. Soy tan niño que aun no voy a la escuela y por lo tanto tengo toda esa potencialidad que tienen los niños “antes de ser llevados” para ser domesticados mediante esa llamada “educación formal”. Vivencio fascinantes aventuras. Le hablo a la morera y ella me contesta. A veces es ella quien me habla. Me sugiere ideas, me enseña los maravillosos mapas dibujados en sus hojas, me aconseja cómo hacer mi casita entre sus ramas con cajones que le pido a ese señor que vende verduras en un carrito tirado por una mulita que pasa por las calles de tierra del humilde barrio de esta gran ciudad donde vivo.

Instalado entre sus ramas estoy muy próximo a gorriones y colibríes. Las mariposas son mis amigas. Siento que la morera y yo vibramos juntos cuando abrazo su tronco y me aferro a sus ramas para trepar a las alturas y desde allí veo al mundo diferente.

Ya no soy tan niño. Me mudo a otra casa queriendo formar mi propio nido. Antes de irme miro a la morera. Nada nos decimos… sólo nos miramos.

Es una mañana de un día después de sucederse uno y otro almanaque. Casi el mediodía. Veo que sacan a la morera despedazada en varios trozos. Pregunto por qué la han matado. Me dicen que sus raíces levantaban los mosaicos de una galería. Se quiebra algo dentro mío y siento dolor, mucho dolor.

El Oeste Chaqueño: Estamos en el 76. El terrorismo de Estado se enseñorea con el poder de decidir la vida y la muerte de todas y de todos en Argentina. Tras una rápida consulta familiar decido no irme del país. En una especie de “exilio interno”, me traslado al Oeste del Chaco con parte de mi familia.

Comienzo a trabajar en una institución que desarrolla un proyecto con las comunidades del Pueblo Originario Toba-Qom. Recorro con jóvenes Qom los montes chaqueños de árboles nativos. Me impactan los bosques de algarrobos.

Descubro que los árboles tienen espíritu. Es un descubrimiento lento, suave. Un descubrimiento colosal que me enseña el compartir cotidiano con el Pueblo Qom. Me doy cuenta con asombro y felicidad que voy desaprehendiendo muchas cosas y aprehendo otras que pasan a ser las cosas más importantes y trascendentes para mi vida.

Percibo el “valor” del algarrobo. Digo el “valor” y no el “precio” del algarrobo. Esta diferenciación entre “valor” y “precio” es lo que me hace tomar conciencia entre los valores esenciales de las dos culturas que conviven en este escenario.

Una de ellas, la que domina, le pone “precio” a todo, obliga sutilmente a los miembros de la otra cultura, la Qom, la dominada, la que valoriza todo, justamente a destruir los bosques nativos, en especial los de algarrobo. Es que a esa madera le han puesto un “buen precio”. Se ha instalado un aserradero y una carpintería para fabricar muebles. Muebles que no son destinados a los hogares de las familias Qom sino a ser comercializados en la “gran ciudad”, en el marco de una concepción desarrollista y con el discurso de que “somos tan buenos que le damos trabajo a esa pobre gente”.

Siento dolor por esta imposición que veo y sufro y siento dolor por los algarrobos asesinados, un dolor como cuando vi a mi morera despedazada. Y así van tejiendo esta historia, mi historia, aprendiendo y desaprendiendo, de manera directa y muy fuerte, lo que es el amor a las plantas.

En el país de mis silencios interiores: Inicios de los años noventa…me hallo en el sur de Chile, en la Isla de los Ciervos. Propiedad privada de don Giorgio que vive en Italia y una vez por año visita la Isla. Don Giorgio quiere que esa Isla no se contamine. La provisión de agua a la vivienda, por ejemplo, se hace por gravedad. No se utiliza motores. Don Alonso y su hijo “Patito”, de 17 años, son los únicos habitantes.

Nos reciben muy cordialmente y nos llevan por senderos en donde los enormes árboles son columnas que sostienen una cúpula continua de ramas. De tanto en tanto esa cúpula viva se abre y el cielo nos regala sus variados matices infinidad de azules celestes, en tanto las hojas danzan con las luces y las sombras. Cascadas de árboles cohihues con sus intensísimos rojos, destellos de vida, iluminan este Templo de la Naturaleza. Flores de todos los colores que se asoman traviesas entre los musgos, entre las ramas y los troncos, desparraman sus perfumes y adornan este alegre santuario de la vida en todo su esplendor.

Caminamos en silencio. Un silencio que nos permite gozar de la sinfonía coral de cantos y arrullos de aves y de arroyos que se deslizan fecundando la tierra. Y el suelo me habla. El suelo está vivo. La elasticidad de ese suelo tapizado de musgos, de líquenes, de hojas, de pétalos, me invita a compartir sus vibraciones vitales. Intuyo que apenas estoy en los inicios de comprender el diálogo de los Pueblos Originarios con la Mamá Tierra. De repente me encuentro con dos enormes árboles, dos columnas formidables que comparten la misma raíz. Quedo absorto por algo que nunca he visto. Patito percibe que estoy anonadado. Con una sonrisa se acerca y me dice: “¿Ve?... ¡Comparten la misma raíz! Para mí, aquí bajo el suelo, todas las raíces se comparten…”

Y en el país de mis silencios interiores vuelvo a escuchar en mis cuerpos lo que me dijo “Patito”. Revivencio el impacto de sus palabras. Revivencio mis sentires de la solidaridad de la vida, los sentires de pertenencia, todas y todos los seres nos pertenecemos. Somos Naturaleza. Intersomos, bonita nueva palabra que me dice que soy en el otro, que soy en todo ser vivo.

La riqueza de la biodiversidad cultural me enseña a desaprender y a aprehender. La Vida me regala conocer diversas culturas de Pueblos Originarios. Descubro que todas tienen algo en común: se sienten pertenecer a la Naturaleza. Todas sienten esa pertenencia, todas… excepto la cultura occidental. Tomo conciencia de que nací y fui criado en una cultura con un paradigma antropocéntrico, y dicho más claramente, con un paradigma patriarcal que prioriza “al hombre” (al hombre macho) como el ser superior. De estas culturas aprehendo que el centro está en la vida, en toda forma de vida, que su paradigma es biocéntrico. En este paradigma centrado en la vida es en el cual hoy siento que estoy en el mundo.

El niño que era sabio dialogando con su morera fue llevado “a la escuela” y a muchas escuelas… sin embargo… siento que esa morera sabia ha tenido mucho que ver en que ese niño nunca dejó apagar la llama de la rebeldía, nunca lograron domesticarlo y así llegó con los poros bien abiertos para encontrarse con la sabiduría de los pueblos que siempre han estado aquí, que conviven, cooperan, con una ética de solidaridad.

Hoy sensopienso que soy Bosque y que mi salud, mi vida toda, es gracias a la vida arbórea.

Por Julio Monsalvo, correo electrónico: alta_alegremia@yahoo.com.ar