En 1989 hubo una guerra en el valle del Lila, Portugal. Centenas de personas se juntaron para destruir 200 hectáreas de eucaliptos, con miedo de que los árboles les robasen el agua y trajesen el fuego.
El 31 de marzo de 1989, 800 personas se juntaron en Veiga do Lila, una pequeña aldea de Valpaços, y protagonizaron una de las mayores protestas ambientales que ha ocurrido en Portugal.
La acción había sido concertada entre siete u ocho poblados de un escondidísimo valle transmontano. Después se unieron ecologistas a la causa. Una tarde, se fueron todos a destruir las 200 hectáreas de eucalipto que una empresa de celulosa plantaba en la quinta de Ermeiro, la mayor propiedad agrícola de la región.
La Guardia Nacional Republicana (GNR) los estaba esperando; dos centenas de agentes. Formaban una primera barrera con el objetivo de impedir que arrancasen los árboles jóvenes. Pero eran muy pocos para una sublevación tan grande.
La tensión subiría de tono a lo largo de la tarde. “Por un momento pensé que las cosas se podían descarrilar”, dice ahora António Morais, uno de los cabecillas de las protestas. Pero también estaba allí la prensa, y hasta hoy António cree que fue por eso que la violencia no llegó a más. Hubo algunas cargas, piedras de un lado, porras del otro, pero nada que lograse callar a hombres y mujeres, jóvenes y viejos clamando: “olivos sí, eucaliptos no”.
“No queríamos que aquí ardiéramos todos”
Un par de meses antes del motín, António Morais, propietario de varias hectáreas de olivos en el Lila, percibió que una empresa subsidiaria de la empresa Soporcel (1) se preparaba para sustituir 200 hectáreas de olivos por eucaliptos para la industria del papel. “Habían recibido subvención a fondo perdido del Estado [es decir, aportaciones sin obligación de devolución] para reforestar el valle, sin siquiera consultar a la población”, se indigna todavía, 28 años después.
“A esas alturas, el ministerio de la agricultura defendía con uñas y dientes que se plantaran eucaliptos.” Álvaro Barreto, titular de esa cartera, había sido, años antes, presidente del consejo de administración de Soporcel, y volvería al cargo en 1990, poco después de que la gente de Valpaços le hiciesen frente.
“La tesis dominante de los gobiernos de Cavaco Silva era que urgía sustituir el minifundio y la agricultura de subsistencia por monocultivos más rentables, era necesario rentabilizar el bosque [plantaciones de árboles] a gran escala”, dice António Morais. El eucalipto se presagiaba como una solución fácil. Portugal, por cierto, ganaría en pocos años un papel destacado en la industria de la celulosa.
“Comencé a leer cosas y percibí que el eucalipto nos traería grandes problemas”, continua António Morais. “Por un lado, en una región donde el agua es todo menos abundante tendríamos grandes problemas de viabilidad de los otros cultivos. Sobre todo el olivo, que siempre ha sido la riqueza de este pueblo. Y, después, estaban los incendios, que eran el infierno. Son árboles altamente combustibles y que alcanzan una altura muy grande.”
En la tierra cálida transmontana, en el año hay ocho meses de invierno y cuatro de infierno. El fuego, estaba seguro, llegaría con esos árboles.
Empezó a conversar sobre su temor con algunas personalidades del valle. “Lentamente comenzó a formarse un consenso de que el lucro fácil del eucalipto sería, a mediano plazo, nuestra desgracia. No queríamos dejar secarse a nuestra tierra. Y no queríamos arder todos. Teníamos que destruir esa plantación, costase lo que costase.”
Anatomía de la conspiración
El núcleo duro estaba formado por una decena y media de agricultores capaces de movilizar al resto. “Los domingos, íbamos a las aldeas y cuando acababa la misa explicábamos a las personas lo que podía ocurrir con nuestra tierra”, recuerda Natália Esteves, descendiente de una familia de grandes productores de aceite de oliva, transformada, de repente, en líder de la protesta. “Y también íbamos de casa en casa para aclarar dudas a quien no había estado en las asambleas.”
Al principio hubo dudas, pues la madera valdría siempre más que la aceituna y la castaña aún no valía lo que vale hoy. “Pero intentamos siempre centrar la conversación en lo que ocurriría dentro de unos años, decir que los eucaliptos secarían la tierra y que el pueblo sería rehén de un único cultivo, que si algo ocurriese mal no tendrían nada.”
Lo que más asustaba a aquella gente, sin embargo, era el fuego. “Donde hay eucalipto, todo arde. Y entonces la gente ya no llamaba al árbol por su nombre, sino que los llamaban fósforos.”
João Sousa era en ese tiempo presidente de la junta de Veiga do Lila. Con 86 años y una destreza de 30, hoy apresura el paso para mostrar la zona que podría haber sido una caja de fósforos. “Mira, ni un eucalipto plantado. Y nuestro valle hace más de 30 años que no arde.”
La tragedia forestal portuguesa de las últimas décadas da la impresión de que ellos sí tenían razón hace muchos años, cuando el gobierno y las autoridades les decían lo contrario. “Pueden creer que somos gente de campo, sin educación ni conocimiento, pero nosotros supimos defender nuestra tierra”, dice el anciano.
La guerra
Las primeras luchas para arrancar eucaliptos fueron ataques furtivos, desorganizados, de la población. Dos semanas antes de la guerra, el Domingo de Ramos, las cosas se intensificaron. “Juntamos a dos centenas de personas de estas aldeas y los dueños de la empresa llamaron a la GNR”, recuerda António Morais. “Cuando ellos llegaron ya habíamos dado cuenta de unas 50 hectáreas de eucaliptos.” Ese día la gente huyó, pero avisaron que volverían después de la Pascua.
El 31 de marzo de 1989, el domingo después de la Pascua, toda la población se juntaría en Veiga do Lila para arrancar lo que quedara de la plantación de eucaliptos. La aldea se había llenado de periodistas, incluso había un helicóptero cubriendo los acontecimientos desde el aire. No era necesario usar azadas ni escardillos, pues los eucaliptos habían sido plantados hacía poco tiempo y se arrancaban con as manos. La policía intentaba hacer una línea de defensa, pero dos centenas de agentes no alcanzaban para toda aquella gente.
En una hora, fueron arrancadas 180 hectáreas de pequeños árboles. Una decena de guardias salieron a caballo en una demostración de fuerza, pero no surtió efecto. Soporcel había construido terrazas para plantar los eucaliptos y, ahora, los animales no lograban bajar por ellas.
Todos para uno
La guardia especializada avanzaba ahora colina abajo, con escudos y cascos. José Oliveira, un agricultor de la pequeña aldea de Émeres, intentó escapar por un lado, pero pronto fue atrapado por la guardia. En el bolsillo traía un revólver y fue eso lo que lo complicó. “Lo llevaron detenido y lo pusieron dentro de una camioneta por posesión ilegal de un arma”, cuenta ahora su viuda, Ester.
Esa detención marcaría el inicio del fin de la guerra. “Las personas habían retrocedido frente al cuerpo de intervención, pero cuando se dieron cuenta de que uno de los nuestros estaba preso empezaron a gritar que no se moverían mientras no lo liberasen”, dice António Morais. Ester asegura: “fue todo el valle el que salvó a mi hombre.” Ahora ya no eran piedras, eran gritos. Que dejasen en libertad al tío Zé, y rápido.
Una decena de organizadores de la protesta serían llamados a tribunales y, un año después, enfrentaron la acusación de invasión de propiedad privada y fueron condenados con pena suspendida.
“Vinieron unos ingenieros de Soporcel a decir que retirarían la queja si nos comprometíamos a no destruir una nueva plantación de eucaliptos. Les dije que ni pensar, que nunca tendríamos esos árboles en nuestro valle.” En las noches siguientes se arrancó furtivamente casi todo lo que faltaba.
Soporcel acabaría desistiendo y vendiendo la propiedad.
Hoy, la quinta del Ermeiro es tierra de nogales y almendros, olivos y pino. Nunca ardió. En aquel 31 de marzo de 1989, el pueblo se unió y, dice ahora, se salvó. “Nosotros teníamos la razón”, repiten una y otra vez. Lo repiten todos.
Este artículo es un resumen del informe de Ricardo J. Rodriguez, publicado en la revista "Noticias Magazine" en octubre de 2017. Lea el texto completo (en portugués) aquí: https://www.noticiasmagazine.pt/2017/valpacos-luta-eucaliptos/
(1) Soporcel se unió con la empresa Portucel para formar el Grupo Portucel Soporcel, y luego pasó a formar parte de la fábrica portuguesa de papel The Navigator Company.