Los 21.000 Yanomami que viven en unos 360 asentamientos muy dispersos en las montañas y colinas boscosas entre Venezuela y Brasil, no tuvieron prácticamente contacto con los occidentales hasta mediados del siglo XX. En sus mitos, los Yanomami recuerdan un tiempo muy lejano, cuando vivían a lo largo de un río grande, “antes de que nos persiguieran hasta las tierras altas”, pero para el tiempo en que se registra por primera vez su existencia, a mediados del siglo XVIII, ya estaban bien establecidos en las montañas de Parima entre el Río Branco y el alto Orinoco.
El contacto con el mundo exterior fue producto de una serie de fuerzas diversas. Después de que los Yanomami descubrieron el valor de los artefactos de metal, probablemente hacia fines del siglo XIX, comenzaron a comerciar con (y a invadir) grupos indígenas vecinos para adquirir machetes y hachas, telas y recipientes de cocina. Las herramientas de metal redujeron el trabajo de cortar árboles para la construcción y el cultivo aproximadamente a su décima parte, e hicieron que otras tareas resultaran mucho más fáciles. Su agricultura se intensificó, su población creció y al empuje de su propia expansión numérica comenzaron a moverse fuera de las tierras altas, hacia el norte, sur, este y oeste, llevados río abajo por las oportunidades de comercio. Al mismo tiempo, los exploradores, antropólogos y comisionados de frontera marcharon hacia las cabeceras de estos ríos en pos de que esas zonas se volvieran conocidas para la “ciencia” y para demarcar los límites de los estados-nación en expansión. Si bien los Yanomami adquirieron reputación por su fiera defensa contra los intrusos, esto no disuadió a los aventureros. En la década de 1920, el explorador británico Hamilton-Rice acunaba una ametralladora Thomson en sus brazos mientras lo llevaban en bote a las cabeceras del Uraricoera y lo traían de vuelta.
A partir de la década de 1950, sacerdotes protestantes y católicos establecieron puestos misionarios remotos para llevar el conocimiento de Cristo a los Yanomami. Más adelante, en el marco de los proyectos de construcción de las naciones se construyeron caminos a través de los bosques y aparecieron las propuestas de construcción de grandes represas. Principalmente, los descubrimientos de oro y casiterita trajeron como consecuencia invasiones masivas de buscadores de oro de pequeña escala (garimpeiros), llevados por su propia pobreza y las oportunidades de riqueza.
Obviamente, como cualquier otro grupo humano, los Yanomami no estuvieron libres de enfermedades en el pasado. Los antropólogos médicos presumen que desde hace muchísimo tiempo han sufrido a causa de infecciones virales menores como herpes, Epstein-Barr, citomegalovirus, y hepatitis. El tétanos también era común en los suelos, algunas infecciones no venéreas de treponema probablemente fueran endémicas. Los arbovirus, mantenidos en las poblaciones animales de los bosques, también estaban presentes. Se cree que la leishmaniasis, trasmitida por la mosca de arena, y la fiebre amarilla que afecta también a los monos son otras de las enfermedades que también han estado presentes, ya que los indígenas muestran una considerable resistencia a estas enfermedades. En resumen, la situación pre-contacto no era un paraíso médico, pero cualesquiera que fueran las enfermedades, éstas se mantenían en niveles bajos y rara vez eran fatales.
El contacto con el mundo exterior ha tenido en cambio un terrible costo para los Yanomami. Ya a principios de 1900, los Yanomami del norte empezaron a sufrir repetidas epidemias de enfermedades introducidas sobre el Uraricoera. En la década de 1960, los buscadores de diamantes invadieron las áreas del Yanam (Yanomami del este) sobre el alto Paragua en Venezuela y el Uraricaa en Brasil, ocasionando muertes masivas. A fines de la década de 1970, los trabajadores traídos del Río Negro para expandir las misiones y construir pistas de aterrizaje, infectaron a los Yanomami del alto Orinoco con sarampión. La infección se extendió por los asentamientos, llevada río arriba por quienes huían de los brotes río abajo. Las fiebres, los dolores y la debilidad postraron aldeas enteras, dejando a los infectados tendidos boca abajo en sus hamacas, incapaces de salir de caza, demasiado débiles para recoger las cosechas de sus huertos, y eventualmente demasiado desmoralizados incluso para recolectar la leña o el agua potable de los cursos de agua cercanos. Con frío, hambre y debilitados por la enfermedad, los Yanomami fueron presa fácil de otras enfermedades. Las infecciones de las vías respiratorias trajeron las neumonías, fiebres, más debilidad y muertes en masa. Algunos poblados perdieron hasta un tercio de su población en una sola epidemia, y los repetidos azotes de influenza, polio, tos convulsa, rubéola, varicela y la degeneración de más largo plazo provocada por la tuberculosis, llevaron a la completa desaparición de algunos grupos.
Durante el programa de construcción de carreteras en Brasil, que implicó la construcción de una carretera a través del borde sur del territorio Yanomami (Yanomami del sur), estas epidemias reiteradas redujeron el número de Yanomamis en la zona hasta en un 90%. Aquellos que sobrevivieron, destrozados, se vieron empujados a vivir al costado la carretera, mendigando a los vehículos. Los encuentros casuales de mujeres Yanomami con camioneros y cuadrillas de construcción trajeron a los poblados enfermedades venéreas no conocidas hasta entonces, como la gonorrea, dejando infértiles a numerosas mujeres y enlenteciendo así la recuperación de la pérdida de población.
En la década de 1970, los Sanema (Yanomamis del norte) del alto Caura, comenzaron a viajar río abajo para trabajar en las minas de diamantes en el curso medio del Paraguay y volvieron portando una mortal carga de enfermedades. Las epidemias produjeron pérdidas masivas y el abandono de la misión católica en Kanadakuni, que alguna vez fuera populosa. Para la década de 1980, un 25% de los Sanema del Caura tenía tuberculosis, y esto trajo consigo desmoralización y una constante pérdida de vidas a manos de la mortal enfermedad.
Durante la década de 1980, la invasión masiva de los territorios de los Yanomami brasileños por nada menos que 50.000 mineros, significó nuevos problemas aún para los grupos más aislados. Los mineros no solo ingresaron a los territorios atravesando las montañas boscosas, donde los ríos no eran navegables, sino que también llegaron en avionetas, utilizando las pistas de aterrizaje de las misiones. A machete se crearon nuevas pistas de aterrizaje en los bosques, en áreas que antes nunca habían sido penetradas. Además de frecuentes epidemias virales y el aumento de problemas relacionados con las enfermedades venéreas, los Yanomami contrajeron las tres formas de la malaria traídas por los mineros - Plasmodium vivax, P. ovale y P. falciparum., la más letal. Los equipos de médicos voluntarios, que llegaron para ayudar a cuantificar esta devastación, estiman que los Yanomami brasileños perdieron, en total, entre un 15 y un 20% de su población a manos de las enfermedades traídas por los mineros.
Evidentemente, estas tragedias no solo han tenido impactos médicos sobre los Yanomami. El trauma de las muertes masivas ha marcado a varias generaciones y ha trastornado sus conceptos milenarios sobre la existencia, la enfermedad, la curación y la muerte. Tradicionalmente, los Yanomami consideraban que la mayoría de las enfermedades eran consecuencia de comer el producto de la caza, mientras que la mayor parte de las muertes se atribuían a los chamanes de otros pueblos distantes que enviaban sus hechizos a través de grandes distancias, o acechaban en los bosques cercanos soplando polvos venenosos sobre los incautos que pasaban por allí. No se conocían las muertes masivas y quizás por eso, en varias ocasiones, los poblados aislados asumieron que estaban siendo víctimas de un ataque espiritual por parte de comunidades vecinas, lo que les indujo a tomar medidas de represalia para vengarse de los supuestos asesinos.
Pero no pasó mucho tiempo hasta que los Yanomami se dieron cuenta de que las terribles epidemias que soportaban eran consecuencia de su contacto con los “blancos”. Entre los Yanomam brasileños (Yanomami del sur) se desarrolló la creencia de que las enfermedades eran el “humo del acero”, un olor a muerte que salía de las cajas en las que se guardaban los artefactos metálicos, una exhalación del propio aliento de sus siniestros visitantes blancos, un humo debilitador y enfermante como los escapes de los motores de sus aviones.
“Una vez que el humo estuvo entre nosotros, nos hizo morir. Tuvimos fiebre. La piel se empezó a descamar. Fue aterrorizante. Los ancianos preguntaban ‘¿qué hemos hecho para hacer que nos maten?’, y a nosotros, los jóvenes que queríamos tomar venganza, nos pedían ‘no vayan a vengarse de los blancos…No vayan’. Nos insistían: ‘no vayan y les disparen con sus flechas, porque ellos tienen armas de fuego y nos atacarán con sus rifles’.”
Cuando las epidemias siguieron, algunos de los ancianos Yanomami instaron a retirarse a las cabeceras de los ríos para evitar más contacto. Pero las enfermedades los siguieron hasta las tierras altas, llevadas a las misiones por funcionarios del gobierno y pacientes Yanomami que volvían de los hospitales, alentando la creencia de que los blancos eran caníbales insaciables que se alimentaban de los espíritus Yanomami.
Si podemos ver más allá de nuestras propias explicaciones científicas de las causas de la enfermedad y la muerte, podremos ver que los diagnósticos de los Yanomami de las calamidades médicas que estaban soportando no estaban lejos de la verdad. Ellos identificaron con agudeza la rapacidad de la civilización que los estaba sometiendo sin atender las consecuencias de la intrusión.
En los últimos años, los misioneros, los antropólogos, las ONGs, las agencias gubernamentales y, cada vez más, los propios Yanomami han concertado esfuerzos para llevar atención médica al área y detener el acceso incontrolado a la región. En la década de 1990, unos 8,5 millones de hectáreas del alto Orinoco en Venezuela fueron declaradas Reserva de Biosfera y en Brasil otros 9,9 millones de hectáreas fueron designadas “Parque” Indígena.
El gobierno venezolano está considerando actualmente reconocer 3,6 millones de hectáreas más del alto Caura como “hábitat” indígena. Aunque en Venezuela los programas médicos siguen estando limitados (a pesar del profuso financiamiento para la Reserva de Biosfera que otorgan la Unión Europea y el Banco Mundial), en Brasil, la realización de una campaña de inoculación y atención primaria de la salud, conjuntamente con la adopción de medidas para expulsar a los mineros de la región, han determinado mejoras en la situación.
La experiencia de los Yanomami nos enseña muchas lecciones. Una de las más obvias es que el contacto incontrolado puede tener terribles consecuencias sobre grupos previamente aislados. En el caso de los Yanomami, si bien fueron los propios pueblos indígenas quienes buscaron contacto con el mundo exterior, los esquemas de penetración unilateral que prestaron poca consideración a los efectos médicos, exacerbaron enormemente lo que de todas formas hubiera resultado un encuentro desmoralizante y peligroso. En el siglo XIX y antes, podría haber sido posible alegar ignorancia sobre los resultados más probables de ese contacto. Hoy sabemos sin lugar a ninguna duda, que el contacto forzado con grupos indígenas aislados en la Amazonia probablemente tenga como consecuencia la pérdida masiva de vidas.
Por: Marcus Colchester, Forest Peoples Programme, correo electrónico: marcus@forestpeoples.org
* El título y la cita son de Bruce Albert, (1988, La Fumee du metal: histoire et representation du contact chez les Yanomami (Brazil) L’Homme (106-107): XXVIII (2-3) :87-119)