La plantación de árboles es una actividad en general percibida como positiva. El acto de la plantación de un árbol –ya sea en una escuela o en una comunidad campesina- simboliza en muchas sociedades el cuidado por la naturaleza y un aporte de la generación actual a las generaciones futuras.
Además de ese aspecto simbólico, muchas plantaciones de árboles son efectivamente positivas, en particular cuando se realizan por decisión de las propias comunidades para atender a sus necesidades, tal como en el caso de la plantación de árboles frutales o de especies leñosas que sirven para cubrir otras necesidades en materia de leña, fibras, semillas, flores, medicinas, sombra, abrigo, etc. Muchas de esas plantaciones constituyen de hecho sistemas agroforestales, que a menudo forman parte de sistemas tradicionales de manejo de los ecosistemas locales.
Demás está decir que el WRM apoya y ha apoyado siempre ese tipo de plantaciones, que se caracterizan por ser socialmente beneficiosas y ambientalmente adecuadas.
Al amparo de esa imagen positiva de las plantaciones se han desarrollado sin embargo otros tipos de plantaciones que han generado amplia oposición, primero a nivel local y luego a nivel internacional. Nos referimos a los monocultivos a gran escala, tanto aquellos destinados a la producción de madera y celulosa como los que apuntan a la producción de aceite de palma o de caucho. Más recientemente se han incorporado a este grupo los monocultivos de árboles establecidos para servir como “sumideros de carbono” y los destinados a la producción de biodiesel y etanol celulósico.
Ese modelo es activamente promovido por un conjunto de actores que incluyen tanto a organismos internacionales como la FAO y el Banco Mundial, a agencias estatales de los países industrializados (de financiamiento a las exportaciones, de cooperación bilateral, de apoyo técnico), como a empresas que se benefician de esas inversiones (bancos, industria de la celulosa y el papel, productores de maquinaria, firmas consultoras, etc.). El resultado final es la producción de materia prima abundante y barata –ya sea madera, celulosa, caucho, aceite de palma u otros- que sirve como insumo para el crecimiento económico de los propios países industrializados. A nivel de países productores, lo que queda es un ambiente degradado y una población empobrecida, que son los “costos externalizados” para que la materia prima pueda resultar barata.
Es a este tipo de plantaciones que el WRM se viene oponiendo desde hace más de 20 años, debido a sus graves impactos sociales y ambientales. A pesar de que son definidas como “bosques plantados”, lo cierto es que nada tienen en común con los bosques. Mientras los bosques sirven de sustento a las poblaciones locales –tanto de personas como de fauna- estas plantaciones las expulsan; mientras los primeros regulan el ciclo hidrológico, las segundas agotan y contaminan las fuentes de agua; mientras los bosques protegen y enriquecen el suelo, las plantaciones lo agotan y erosionan; mientras los bosques contienen una enorme diversidad de vida, las plantaciones son desiertos verdes.
Todos esos impactos son una consecuencia inevitable del modelo, basado en monocultivos de una sola especie –las más de las veces exótica- que ocupan extensas áreas de tierra antes destinadas a satisfacer las necesidades de vida de las poblaciones locales y que constituían el hábitat de numerosas especies de plantas y animales. A los impactos sociales y ambientales resultantes de dicha ocupación territorial se suman los de la aplicación de grandes cantidades de fertilizantes químicos, herbicidas, insecticidas y funguicidas empleados para garantizar la rentabilidad de la inversión. Dichos agrotóxicos contaminan el agua, el aire y el suelo, con la consiguiente desaparición de especies animales y vegetales y con graves impactos sobre la salud de trabajadores y pobladores locales. A su vez, el propio crecimiento de los árboles plantados en monocultivos a gran escala agota los recursos hídricos y los nutrientes del suelo. Los escasos empleos que el modelo requiere –temporarios, con bajos salarios y malas condiciones de trabajo- disminuyen a medida que avanza la mecanización de todas las operaciones.
A lo anterior se suma ahora la reciente amenaza de la incorporación de árboles transgénicos, modificados genéticamente para aumentar la rentabilidad de las plantaciones. Tal tipo de investigación se está llevando a cabo en al menos 19 países (ver detalles en www.wrm.org.uy). El uso de tales árboles en plantaciones comerciales no sólo implicaría una gravísima amenaza para los bosques del mundo, sino que además agravaría los impactos ya constatados en los monocultivos existentes.
Por lo anterior, es cada vez mayor el número de organizaciones y personas que se opone a los monocultivos de árboles a gran escala y que se reúne bajo la consigna de que “las plantaciones no son bosques”.
En cuanto al WRM, nuestra posición es muy clara: apoyamos determinados tipos de plantaciones y nos oponemos a otras. Nada tenemos contra el eucalipto o el pino o la palma aceitera o ninguna especie de árbol en particular. Nuestra oposición se centra contra un modelo determinado de utilización –y ahora manipulación genética- de los árboles, que beneficia a grandes empresas y perjudica a las comunidades locales y al ambiente en el que se instalan.