Si hay algo que ese otro mundo posible que reclamamos debe contener es diversidad biológica. La vida nos lo dice a cada paso, y a gritos. El mensaje rompe los ojos. Cuanta mayor es la diversidad de un ecosistema, mayor es su riqueza, mayor es su belleza. He ahí los preciados bosques tropicales, receptáculo profundo de innumerables especies animales y vegetales, de colores, matices y sonidos, cuna de cascadas y riachuelos, matriz de poblaciones humanas. Son valiosos tanto estética como funcionalmente para el ser humano, proveyéndole de alimento, abrigo, materiales de construcción, de ornamento, de utilería. No se trata de no utilizarlos, sino de hacerlo con prudencia, solidaridad y respeto, “sustentablemente” para decirlo de una manera actual.
Sólo esta modernidad que ha roto todo vínculo con el mundo natural puede haber olvidado la lección. El acelerado desarrollo tecnológico y de las comunicaciones fue el vehículo que permitió a gigantescos grupos económicos y financieros tomar la naturaleza por asalto e intentar apoderarse del mundo, esta vez de una manera aplastante.
La lógica propia de las empresas, de lograr cada vez mayores ganancias, les lleva a recrear el mundo para lograr esos fines de la manera más eficiente. Surge así el paradigma de la escala --la gran escala-- y dentro de ella el monocultivo, que se manifiesta ferozmente en la agricultura, separándola dramáticamente de la naturaleza.
Los monocultivos de árboles son una de sus expresiones. Los intereses que los imponen quieren a toda costa disfrazarlos de bosques, pero están tan lejos de serlo como de ser considerados praderas. Tan es así que destruyen ambos ecosistemas.
Millones de hectáreas en todo el mundo --en algunos casos antes ocupadas por bosques y en otros por praderas-- están plantadas con interminables filas uniformes de eucaliptos destinados a ser reducidos a pasta de papel --celulosa-- con la cual producir millones de toneladas de papel que alimentan un consumo dilapidador, principalmente para empaque y propaganda. Los mayores índices de consumo se registran, claro, en los países del norte.
Otro destino que últimamente se procura dar a las plantaciones comerciales de monocultivos de eucaliptos es la de “sumideros de carbono”, o basureros de carbono. El Protocolo de Kyoto de la Convención de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático habilitó un mecanismo que supuestamente compensaría las emisiones de dióxido de carbono, responsables del efecto invernadero y de sus graves consecuencias sobre el cambio del clima. Se trata de plantar árboles que absorberían carbono mientras crecen. Como los eucaliptos son de rápido crecimiento, se deduce que son ideales –eso sí, que no se vayan a incendiar, o a pudrir, o a ser cubiertos por inundaciones, ¡porque devolverían a la atmósfera todo el carbono tomado! Los que emiten, plantan, y así, plantando y plantando pueden seguir emitiendo. Eso dio lugar, además, a otro gran negocio: el mercado del carbono. ¿Y el clima? Mal, gracias. ¿Y el suelo, la flora, la fauna, los ecosistemas, las diversas formas de sustento? Mal, gracias.
Las plantaciones de palma aceitera se extienden cada vez más en los países del sur por la gran rentabilidad resultante de combinar mano de obra barata, tierra a bajo precio, abundante apoyo financiero del Banco Mundial, el FMI y el PNUD, corto periodo entre la plantación y el inicio de la cosecha, y un mercado en expansión en los países del Norte. La colonización, la desigualdad social, el desmantelamiento de los Estados es campo fértil para hacer grandes negocios con las plantaciones. La rica naturaleza del sur es violada una y otra vez.
Y, como la moña del paquete, la última novedad en plantaciones de árboles la constituye los árboles transgénicos. Profundizando el proceso de selección genética que con fines comerciales se centró en ciertos rasgos genéticos de los árboles como el crecimiento rápido, la altura, el diámetro, la calidad de la madera y los troncos rectos con pocas ramas, ahora la ingeniería genética produce los árboles modificados genéticamente (transgénicos) para adecuarlos aún más a las necesidades de la industria forestal. Eso, a costa de los graves peligros que traen consigo. Si aumenta la velocidad de crecimiento de los árboles, el agua se agotaría más rápidamente y se aceleraría la destrucción de la biodiversidad dando paso a desiertos biológicos poblados de árboles transgénicos resistentes a insectos, sin flores, frutos ni semillas; el suelo se destruiría a un ritmo aún mayor a raíz del aumento en la extracción de biomasa, la mecanización intensiva y el mayor uso de agroquímicos.
Todos estos distintos tipos de plantaciones tienen en común los problemas que causan: lesionan los ancestrales derechos territoriales y de utilización de los bienes naturales de comunidades indígenas y de campesinos, erosionan el suelo, alteran el ciclo del agua, eliminan otros ecosistemas y otras formas de producción, reducen la biodiversidad.
En definitiva los monocultivos --ya sea de árboles, de plantas o de la mente-- simbolizan un modelo perimido que debe ser sustituido por la diversidad biológica y cultural para hacer posible ese otro mundo al que aspiramos.
Por Raquel Núñez, Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales (WRM), correo electrónico: raquelnu@wrm.org.uy