Cuando al final de la Primera Guerra Mundial los australianos tomaron el control de la colonia alemana de Nueva Guinea con el mandato de la Liga de Naciones de proteger a los pueblos nativos, se pensaba que Nueva Guinea tenía solo una población dispersa, principalmente a lo largo de la costa. El interior montañoso, según se creía, era un conglomerado de colinas empapadas por la lluvia, vacío e impenetrable. Sin embargo, hoy está claro que los valles de las montañas de Nueva Guinea han estado por largo tiempo entre las zonas agrícolas con mayor densidad de asentamientos del mundo.
Los australianos tomaron contacto por primera vez con los valles de las tierras altas de Papua Nueva Guinea en la década de 1930, y encontraron que estaban habitadas por más de un millón de personas, integrantes de varios cientos de diferentes grupos étnicos, que habían estado cultivando productos vegetales y criando cerdos en los suelos fértiles de las montañas a lo largo de más de nueve mil años. Aunque estos pueblos comerciaban con la costa a través de diversos intermediarios, los montañeses eran igualmente ignorantes de lo que había más allá de sus territorios. El montañés Gerigl Gande recordaba en los años ochenta: “solo conocíamos la gente que vivía en los alrededores inmediatos. Por ejemplo los Naugla eran nuestros enemigos y no podíamos pasar por su territorio. Así que no sabíamos nada de lo que había más allá. Pensábamos que no existía nadie aparte de nosotros y nuestros enemigos.” El mutuo asombro y la incomprensión de estas dos culturas cuando se encontraron por primera vez, fue casi total.
Los funcionarios y mineros australianos tomaron conocimiento de estas populosas montañas recién en 1930, cuando el aventurero Michael Leahy ascendió por primera vez a las colinas desde la costa este, en busca de oro. El territorio del Mandato era visto por los australianos como una propuesta comercial; se referían a los hombres locales como “muchachos” y llamaban peyorativamente a los grupos aislados del interior “Kanakas de los arbustos” en la lengua local, pidgin. Los pueblos indígenas eran considerados generalmente como traicioneros, salvajes sedientos de sangre, restos de una raza inferior condenada a la extinción. Como lo señalaba un colono, “los nativos de este territorio son ruines, deleznables ladrones, y la educación solo les da más astucia”.
Los mineros se adentraron en el territorio, sin mucho equipaje y alimentándose de lo que les daba la tierra. Pedían alimento a los pobladores nativos y lo pagaban con herramientas de metal y preciadas conchas marinas para mantener sus expediciones en movimiento. En su prisa por alcanzar los yacimientos de oro con los que soñaban, originaron confusión y conflicto. Cuando los guerreros bloquearon su camino con flechas y amenazas, en lugar de retornar a la costa, los mineros usaron armas para abrirse camino a carga de metralla. Seguros de que su superioridad tecnológica era, igualmente, evidencia de su supremacía moral, nunca se les ocurrió que lo que estaban haciendo estaba mal, y mucho menos que la población local podía tener sus propias razones e intereses para elegir desarrollar sus interacciones de otra forma.
El abismo de incomprensión era enorme para ambas partes. Tratando de encontrarles sentido a estos visitantes de piel clara extrañamente ataviados, los montañeses en su mayoría asumieron que eran espíritus ancestrales, ya fuera parientes fallecidos que retornaban del este donde se pensaba que moraban los muertos, o seres míticos ambiguos, incluso demoníacos, que venían de los cielos. Gopu Ataiamelahu, de la aldea Gama cerca de Goroka, recuerda: “Me pregunté a mí mismo ¿quién es esta gente? Deben ser alguien de los cielos. ¿Han venido a matarnos o qué? Nos preguntábamos si ése sería nuestro fin y eso nos produjo un sentimiento de angustia. Dijimos ‘no debemos tocarlos’. Estábamos terriblemente asustados”. Otro recuerda: “Tenían un olor tan extraño. Creímos que su olor nos mataría, así que para taparlo nos cubrimos la nariz con hojas de un arbusto especial que crece cerca de los pepinos y que tiene un aroma muy agradable”.
Una vez que todos supieron que los seres extraños llevaban riquezas incalculables consigo, muchas comunidades quisieron que sus visitantes se quedaran con ellos y no siguieran viaje hacia las tierras de sus rivales y enemigos. Los malos entendidos fueron casi inevitables. En 1933 tuvo lugar un conflicto típico, cuando los mineros, acompañados por un funcionario colonial, intentaron atravesar el monte Hagen. Ndika Nikints recuerda la situación:
“Los Yamka y los Kuklika y todos los pueblos a nuestro alrededor estaban haciendo mucho ruido, gritando y lanzando gritos de guerra. Decían que querían quitarle todo a los hombres blancos. Algunos les arrebataron cosas a los cargadores, como latas y mercancías. Entonces, Kiap Taylor [el oficial colonial] rompió esta cosa que cargaba y antes de que supiéramos nada lo oímos tronar. Todo sucedió a la vez. Todos estaban aterrorizados. ¡Madre! ¡Padre! Yo estaba en pánico. Quería huir...los mosquetes alcanzaron a la gente –sus estómagos se salieron para afuera, sus cabezas se abrieron. Tres hombres fueron muertos y uno estaba herido… Dije “¡Oh, madre!” pero eso no me ayudó. Respiré profundamente, pero tampoco ayudó. Estaba realmente desesperado. ¿Por qué vine aquí? Nunca debí haber venido. Pensamos que era el relámpago que estaba devorando a la gente. ¿Qué era esta cosa extraña? ¿algo que había bajado del cielo para devorarnos? ¿Qué está sucediendo? ¿Qué está sucediendo?”
Este patrón de mutua incomprensión culminando en violencia y terror se iba a repetir una y otra vez, cada vez que los funcionarios coloniales y los mineros se veían obligados a pasar a través de zonas de pueblos no contactados previamente, para alcanzar los objetivos que se habían fijado. Otro caso bien documentado proviene de fines de la década de 1930, cuando una patrulla colonial destinada a hacer un reconocimiento del río Strickland y a través de las montañas al norte del lago Kutubu, atravesó los territorios de seis pueblos distintos que no habían sido contactados anteriormente. Llevaron provisiones suficientes sólo como para un viaje de un mes, que finalmente les tomó más de cinco, por lo que pronto se vieron obligados a comerciar con las comunidades locales, que procuraban evitar cualquier contacto con los forasteros.
La patrulla llegó primero a las tierras de los Etoro. Una de sus comunidades vio aparecer de repente a la patrulla que salía del bosque. “Saltamos de la sorpresa”, relata un anciano. “Nadie había visto algo como eso antes, ni sabía lo que era. Cuando vimos las ropas de los forasteros pensamos que eran como la gente que uno ve en un sueño: ‘estos deben ser espíritus que se aparecen abiertamente, a plena vista’”. Cuando estos espíritus los abordaron, los Etoro se espantaron aún más y cuanto más insistentes estuvieron los espíritus en ofrecerles regalos, más se alarmaron. Estaban convencidos de que si aceptaban cualquier regalo serían empujados al mundo desconocido de los espíritus, uniendo así dos dominios que debían permanecer separados, y hasta pudiera ser que el mundo se deshiciera y todos murieran. Poco después, en un encuentro confuso, uno de los Etoro recibió un disparo y murió, confirmando la idea que se habían formado los Etoro sobre quiénes eran estos seres.
Más adelante, la patrulla se encontró con signos de tabú, indicación clara de que la población local no quería que los forasteros pasaran. La patrulla avanzó sin prestar atención y se encontraron con una anciana, a la que le ofrecieron con insistencia, cuentas de colores como regalo. Una vez con su gente, que estaba escondida en el bosque, la mujer les mostró los regalos, y la angustia del pueblo creció, imaginando que el mundo entero colapsaría hasta volver a su punto de origen si el mundo de los humanos y el de los espíritus no se mantenían separados. Su consternación fue aún mayor cuando retornaron a sus chozas y encontraron telas, hachas y machetes de regalo, colgando de las vigas. Inseguros sobre lo que podría pasar si los tocaban, los dejaron allí colgando. “¿Qué son estas cosas? ¿por qué no las descuelgan?” preguntó un visitante de una aldea cercana. “Tenemos miedo. Quién sabe de dónde vienen. Tal vez pertenecen al Tiempo del Origen”.
Cuanto más avanzaba la patrulla, con más frecuencia debía recurrir a la violencia para conseguir alimentos. En un encuentro con los Wola, la patrulla estaba ubicada en un desfiladero angosto y la lucha estalló a causa de la incomunicación e incomprensión cultural. El fuego devastador del rifle y los disparos a corta distancia de los revólveres de servicio, mataron e hirieron a más de catorce Wola. Leda recuerda: “Le dispararon a mi primo Huruwumb, y me acerqué a verlo. Se podía ver el hígado expuesto. Me enviaban una y otra vez a traerle agua para que bebiera, porque tenía sed. Iba y venía, una y otra vez yendo a buscar el agua. Agonizó durante tres días. El cuarto día murió.” Una de las mujeres Wola, Tengsay, recuerda otras heridas terribles:
“Kal Aenknais tenía los muslos y el vientre destrozados. Completamente pulverizados aquí y aquí. Gemía una y otra vez ‘Oh! Ah!’. Yo lo ví. Murió después. Tenía las entrañas heridas. Los intestinos estaban perforados. Cuando le dieron agua para beber, para calmarlo, el agua brotó de los agujeros de su cuerpo. También estaba Obil. Los ojos le salieron disparados de su cabeza. Cuando aterrizaron en el camino, estuvieron girando y girando, por años. Él también murió. Y estaba además aquel pobre muchacho –ahhh- al que el disparo le hizo estallar las entrañas. Los intestinos y el estómago se le habían salido del cuerpo…”
Después de la masacre, los oficiales blancos enviaron a los hombres de la policía costera a conseguir alimentos en la aldea. Al entrar a una de las chozas encontraron a las mujeres y a los niños agachados dentro. Tengsay recuerda la escena:
“Estábamos aterrorizados. Abrieron la puerta de nuestra casa de un golpe y exigieron que les diéramos todo. La madre de Puliym soltó a los cerdos uno por uno y los sacó por la puerta; afuera los estaban esperando…Arrancaron el frente de la casa, lo atacaron con hachas y machetes…Les dispararon a los cerdos, de a uno. Luego de matarlos les quemaron los pelos en una fogata que hicieron con la madera arrancada de nuestra casa. Luego los carnearon y los dejaron listos para llevárselos... Después de haber matado y preparado a los cerdos, se volvieron hacia nosotros. No vimos bien lo que estaba pasando. Estábamos agachados adentro. Volvieron y se pararon allí [a unos tres metros] y dispararon sus armas hacia el interior de la casa. Nos dispararon a Hiyt Ibiziym, a Bat Maemuw, a mi hermana, a Ndin, a Maeniy y a mí. Seis de nosotros…Estábamos tan asustados que nos sentíamos mareados y a punto de desmayarnos…Caímos en una suerte de estado de estupefacción. ¿Quién estaba ahí para vendar nuestras heridas con musgo y hojas?...solo caímos puertas adentro. No pensamos en nada. Todo lo que sentíamos era terror y mareos. Yo estaba como insensible...Bueno, no violaron a ninguna mujer. Eso lo hicieron otras patrullas que vinieron después, que no solo robaron nuestros cerdos sino también nuestras mujeres, irrumpieron en nuestras casas y destrozaron nuestras posesiones, como nuestros arcos y otras cosas. Incluso defecaron en nuestras fogatas”.
La tarea de las autoridades coloniales en el Territorio Mandatado de Nueva Guinea, como lo había ordenado la Liga de Naciones, era proteger a los pueblos nativos. Acto seguido, las tierras altas fueron declaradas “área controlada” cuyo acceso sólo estaba permitido a quienes tuvieran permisos. Había reglas estrictas, en el papel, sobre lo que podían hacer quienes tuvieran permisos si entraban al área controlada. No debían ingresar a las aldeas nativas, ni permitir que los cargadores (porteadores de la zona de la costa) comerciaran con la población local sin supervisión; y debían asegurar que todos los campamentos tuvieran letrinas, para evitar la contaminación de las aguas locales. Las armas sólo debían ser utilizadas como último recurso, en defensa propia. Sin embargo, el poder colonial no solo carecía de los recursos y el personal necesarios para controlar en forma efectiva el acceso, sino que también quería fomentar el desarrollo económico en el interior. Por tanto, se entregaron permisos para ingresar a las “áreas controladas” a los mineros, y los propios funcionarios locales no tenían claro la idoneidad de las reglas.
Muchos colonos, no obstante, estaban convencidos de que para que hubiera “desarrollo”, el estilo de vida de la población nativa tenía que cambiar. Como señalaba un editorial del “Rabaul Times” del 25 de setiembre de 1936:
“Uno de los factores determinantes del carácter insatisfactorio de los servicios que prestan los trabajadores nativos en este país, es la independencia económica de éstos. Porque no hay que olvidar que cada nativo es un terrateniente y la naturaleza ha dotado a Nueva Guinea de un suelo prolífico, que proporciona un sustento adecuado con un trabajo mínimo. La pérdida del empleo, si el trabajador no cumple con sus tareas, no implica ningún temor para el nativo de Nueva Guinea. Es la sombra del despido la que se cierne sobre el empleado blanco, la que le urge a prestar su servicio. Mientras nuestros nativos no alcancen la etapa de desarrollo en que deban trabajar para obtener su sustento, nunca serán mano de obra adecuada para trabajar bajo contrato para el residente blanco medio”.
Desde este punto de vista, los contactos forzados y la integración de los montañeses al mundo moderno, fueron pasos necesarios para lograr determinado tipo de “desarrollo”. Pudo entonces justificarse cierta cantidad de sangre derramada, como parte inevitable del proceso de cambio social. Quizás, si los del mundo exterior no hubieran tenido tanto apuro y hubieran podido apreciar mejor que los pueblos de otros mundos tienen prioridades y creencias distintas, las cosas podrían haber sido diferentes.
Por: Marcus Colchester, Forest Peoples Programme, correo electrónico: marcus@forestpeoples.org