Durante siglos, los pueblos que habitan los bosques y los que dependen de ellos para su subsistencia, pudieron realizar actividades agrícolas y cría de ganado de una manera compatible con la conservación del ecosistema bosque. Lo que fue posteriormente descrito en términos peyorativos por los expertos occidentales como agricultura de “roza y quema” era en realidad un sistema que demostraba tener impactos mínimos y reversibles en el bosque, permitiendo a su vez el sustento de las comunidades. Un sistema que en el lenguaje actual se llamaría “sustentable”.
Todo cambió con la colonización, que no solamente despojó a las poblaciones locales de su libertad, sino que también alteró sus sistemas productivos a través de la apropiación de territorios y la introducción de monocultivos a gran escala, acompañados por sistemas de producción ajenos a las culturas y sociedades del lugar. Té, café, caucho, cacao, caña de azúcar, bananas, fueron algunos de los cultivos nuevos, cuya finalidad no era la de proveer a la gente de alimentos y otros productos necesarios --como lo hacían los sistemas tradicionales-- sino de explotar la naturaleza y las poblaciones locales para beneficio de los intereses económicos de los colonizadores.
La situación empeoró con el desarrollo de la ciencia y la tecnología occidentales, y particularmente con la imposición de la “Revolución Verde” y su paquete tecnológico. La maquinaria moderna posibilitó la destrucción del bosque (mediante tractores y motosierras), mientras que la utilización de las variedades de cultivos llamadas “de alto rendimiento” abrieron la puerta a la aplicación de productos químicos muy tóxicos (plaguicidas) y fertilizantes químicos que degradaron aún más el ecosistema del bosque y la salud de sus pueblos.
Posteriormente se introdujo la cría de ganado en gran escala en los trópicos, pero también dentro del marco del pensamiento de la Revolución Verde. Se identificaron razas de ganado y especies de pasturas diferentes para adaptarlas a los ambientes tropicales y subtropicales, provocando una deforestación generalizada en todos los casos en que se acertaba en la elección del animal y la pastura adecuados.
El resultado es un desastre, tanto en términos sociales como ambientales. La Revolución Verde ha provocado hambre generalizada, pobreza, enfermedades relacionadas con los agroquímicos, desplazamiento de poblaciones y violaciones de los derechos humanos. También ha provocado erosión del suelo, salinización, contaminación y agotamiento del agua, pérdida de la biodiversidad natural y agrícola y deforestación generalizada.
El mundo --y en especial el Tercer Mundo-- todavía está a la espera de que la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) --la principal promotora de la Revolución Verde-- haga una evaluación seria acerca del sufrimiento que ha causado a millones de seres humanos y a los ecosistemas del mundo.
Para empeorar aún más las cosas, la producción en masa de los mismos productos agrícolas en numerosos países, junto con el estricto control de los precios por parte de unas pocas empresas transnacionales y gobiernos del Norte, ha provocado la caída sistemática de los precios de esos productos básicos y el aumento de los precios de la maquinaria y los insumos agrícolas controlados por el Norte. Para cumplir con las obligaciones externas, los gobiernos del Sur han promovido la expansión de la frontera agrícola, aumentando así los problemas inherentes al modelo de la Revolución Verde y haciendo descender aún más los precios debido al aumento de los niveles de producción.
A pesar de todos esos problemas, lo cierto es que el sistema funciona muy convenientemente en beneficio de los intereses que estaba destinado a servir. El Norte es cada vez más rico y también lo son las elites locales del Sur. El hecho de que haya cantidades importantes de pobres en el Norte y pobreza en gran escala en el Sur no parece importar mucho al comercio internacional. Lo que realmente importa es que las empresas transnacionales están conformes con las utilidades que obtienen.
Lo antedicho explica en parte por qué se sigue aplicando un modelo tan destructivo. Otra parte de la explicación tiene que ver con los intereses contradictorios dentro de las distintas transnacionales. En este aspecto es interesante señalar que las soluciones oficiales a la deforestación se centran más en la instrumentación de áreas protegidas que en resolver los verdaderos problemas. ¿Por qué? El hecho es que algunas transnacionales necesitan que se conserve la biodiversidad (como insumo para las industrias biotecnológica y farmacéutica) mientras que otras necesitan provisión abundante y barata de productos básicos obtenidos de monocultivos en gran escala. Al mismo tiempo, algunas transnacionales apuntan a la apropiación y comercialización de los recursos hídricos --y por lo tanto están interesadas en la conservación de las fuentes de agua-- mientras que otras dependen de la comercialización de productos (como los agroquímicos) que provocan la contaminación del agua. Las áreas protegidas ofrecen una solución a ambos intereses: conservación de la biodiversidad y del agua, en el interior del área protegida, y destrucción ambiental general fuera de la misma.
Esta situación trae a la memoria una de las obras maestras del cine italiano, Il Gattopardo, en la que uno de sus personajes principales --perteneciente a la clase feudal-- explica a su tío sus razones para adherir a la lucha contra la monarquía, diciendo: “Es preciso que algo cambie para que todo siga como está”.