En los modelos dominantes de producción y consumo de energía, aunque haya cambiado la fuente de energía, se mantiene la centralización de la matriz energética así como la concentración del poder de decisión, con todos los componentes de desigualdad, patriarcado y racismo ambiental.
La producción de energía que responde a la demanda de mantener, desarrollar y expandir las formas predominantes de vida urbana, industrial y capitalista en la llamada sociedad global, no se lleva a cabo sin altos niveles de interferencia diaria en la naturaleza y el ambiente, así como en múltiples sociedades y pueblos, sus territorios y experiencias. Independientemente de la fuente de energía y de la tecnología que se utilice para generarla, en estos modelos dominantes los emprendimientos energéticos generan innumerables conflictos, riesgos y daños socio-ambientales en contextos de profundas desigualdades estructurales.
Ocurre que en Brasil y América Latina, la dinámica de demanda, acceso y uso de la tierra, el agua y el territorio, así como el daño ecológico y socio-ambiental que se deriva de ella, acarrean la herencia de hechos históricos. Un ejemplo de ello es la expropiación de territorios de ‘otros’ y el establecimiento de un poder político, económico, jurídico, militar y religioso basado en la supremacía del colonizador -hombres y mujeres blancos-, sobre las comunidades indígenas y negras. En estos procesos se instituyeron como métodos la violencia, el sometimiento y la violación de los cuerpos, de la historia y de la dignidad. Al día de hoy, a pesar de todos los logros en materia de conquista de derechos, estas herencias están inmersas en los poderes políticos, económicos y socioculturales dominantes. En los actuales conflictos socio-ambientales, tales herencias se manifiestan en la naturalización de los privilegios de los blancos por encima de las políticas estatales, y en las relaciones entre el Estado y el sector privado y con las poblaciones negras, indígenas, comunidades quilombolas, de ribereños, de pescadores, y otras, que no necesariamente viven y organizan sus vidas tomando como referencia los modelos de consumo y de uso intensivo de energía.
En estas circunstancias, aunque la fuente de producción de energía a través de la industria eólica en Brasil, y particularmente en la Región del Nordeste, se considera tecnológica y ecológicamente más limpia, la forma concreta en que se implementan los parques eólicos está signada por la lógica productivista/consumista. Según los valores de esta lógica, solo es viable satisfacer las necesidades humanas a partir de la híper-explotación y el lucro, a expensas del medio ambiente, de los territorios y de sus pueblos. Y esto no ocurre sin ser atravesado por el racismo estructural y sus manifestaciones en la realidad ambiental y en las fragilidades democráticas que afectan la garantía de los derechos de los pueblos.
Energía y violaciones de derechos en las tierras de vientos
Estudios del sector indican que en la actualidad, la producción de energía proveniente de la industria eólica representa alrededor del 10% de la matriz energética brasileña (2021). El Nordeste es la región más potente del país en términos de “depósitos eólicos”. Actualmente existen alrededor de 599 parques eólicos y 7285 torres ya instaladas en territorios del noreste, que suman aproximadamente 16GW. Según la industria, esta cifra equivale al 80% de la capacidad total de energía eólica de Brasil, (1) y la tendencia es que siga creciendo sobre la base de las licitaciones ya realizadas para contratar energía eléctrica.
A partir sobre todo de 2002, con la llegada del Programa de Incentivos a las Energías Alternativas - PROINFA, los sectores de las energías renovables, principalmente los vinculados a la energía eólica, fueron ganando terreno en la política federal, los marcos regulatorios, las inversiones, los subsidios y los mecanismos de implementación, tales como licitaciones públicas específicas de energías renovables realizadas por el Ministerio de Minas y Energía. Brasil, principalmente el Nordeste, se ha destacado como el principal productor de energía eólica de América Latina y se encuentra entre los países con mayor capacidad de energía eólica del mundo. En estados como Ceará, Rio Grande del Norte, Paraíba, Pernambuco, Bahía y Piauí, los parques eólicos ocupan sobre todo las zonas costeras, pero se están expandiendo a las zonas montañosas y al interior.
Sin embargo, al igual que otras cadenas de producción de energía, existen innumerables violaciones de derechos vinculadas a estos procesos. Por ejemplo, aunque Brasil es signatario del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el derecho de las comunidades tradicionales a ser consultadas antes del establecimiento de megaproyectos en sus territorios no está garantizado. En general, la comunidad es la última en ser informada, y casi siempre mediante audiencias públicas destinadas a ser una mera participación burocrática, donde se presentan frágiles estudios de impactos. Por otro lado, los proyectos elegidos a través de las licitaciones no dan la debida consideración a la situación socio-ambiental ni a los impactos reales, hecho ampliamente denunciado por las comunidades ya afectadas. Sus denuncias normalmente son tratadas como reclamaciones infundadas que resuelven con negociaciones individuales, promesas y proyectos caritativos.
Sin embargo, a pesar de las decisiones institucionales políticas y económicas, donde la participación de las comunidades no es tenida suficientemente en cuenta, la interferencia medioambiental se hace cada vez más visible en el proceso de implementación de los parques eólicos. En el Quilombo do Cumbe (Araçati/Costa Este de Ceará), por ejemplo, la apertura de carreteras para el transporte de carga, materiales y equipo pesado, cambió la vida cotidiana de la comunidad, provocó enfermedades respiratorias por el intenso polvo que se levantaba constantemente y dañó la estructura de las casas. En la comunidad pesquera de Xavier (Camocim/Costa Oeste de Ceará), se rellenaron lagunas y la comunidad quedó confinada a la zona de la empresa. En ambas comunidades se impusieron restricciones al acceso a zonas de pesca artesanal.
Además, los puestos de trabajo generados aparecen solo durante el trabajo de construcción, y están dirigidos exclusivamente a hombres, en su mayoría a hombres de fuera de las comunidades locales. Los grandes emprendimientos suponen la llegada de muchos hombres a los territorios, lo que activa vulnerabilidades de género que impactan a mujeres y niños. Hay mayores riesgos de violencia y explotación sexual, embarazos no deseados y una población de madres jóvenes solteras, en un contexto de pérdida de territorio, trabajo y perspectivas.
En el ámbito de la legislación, se subestiman los efectos ecológicos y sociales de la energía eólica, considerada una fuente de bajo impacto y bajas emisiones de carbono. Sin embargo, los parques eólicos privatizan grandes extensiones de tierra, cercando los territorios de las comunidades locales y causando daños directos, como la pérdida de acceso a las zonas de pesca y agricultura. En la Zona Costera del Nordeste se destruyen dunas y fuentes de agua dulce de lagunas entre dunas, impactando así el flujo de las capas freáticas y las actividades agrícolas comunitarias. Pero mientras hay incentivos de diferentes tipos, incluso la participación del sector empresarial en la formulación de políticas, sigue existiendo una falta de reconocimiento de las poblaciones que han vivido allí desde tiempos inmemoriales. Esto agudiza los gravísimos conflictos por la tierra y las dificultades históricas para garantizar la seguridad de los pueblos y comunidades tradicionales sobre la tierra.
Al igual que en varios otros conflictos por la tierra y el medioambiente provocados por proyectos de desarrollo a gran escala, en el caso de la industria eólica estas comunidades también se ven afectadas por escandalosos déficits de representación democrática. Diariamente, para asegurarse la permanencia en su propia tierra, deben luchar contra el concepto del ‘hombre blanco’ y contra el patriarcado racista que predomina en el sistema de justicia y en los poderes legislativo y ejecutivo del gobierno. A pesar de eso, cuando llegan, esos proyectos habitualmente generan conflictos a la interna de las comunidades, ante las promesas de mejoras en la vida de la comunidad que compensarían el daño socio-ambiental y ecológico. Las disputas en torno a relatos y significados debilitan a los representantes de las comunidades, quienes sufren persecución y amenazas. A menudo es necesario activar políticas públicas protectoras. Esta situación se ha visto muy agravada por la pandemia, así como por las derrotas relacionadas con la democracia y el caos político en el que las élites han sumido al país desde 2014. Esto ha provocado el aumento – también en los territorios – de fuerzas extremistas, anti-derechos, anti-ambientalistas y abiertamente racistas, misóginas e imbuidas de hetero-cis-normatividad.
Por último, el tema de la producción de energía debe reconocer las injusticias medioambientales y el racismo. De lo contrario, los riesgos y la seguridad y sustentabilidad energéticas pueden reducirse a soluciones tecnológicas y comerciales, que suman discursos e intenciones para satisfacer las necesidades humanas con una ‘atención verde’, pero son indiferentes a las injusticias y desigualdades que atraviesan la realidad medioambiental y la democracia.
Desconocen, sobre todo, que las necesidades humanas claman por cambios estructurales al modelo predominante de explotación económica y ambiental y de relaciones de poder, y por desnaturalizar el agravio a los pueblos en su diversidad y sus derechos. Esto también implica reconocer que el conocimiento y la experiencia de estas poblaciones representan una enorme riqueza y potencialidades para abordar, convivir y superar las crisis ambientales de nuestro tiempo.
Cada tipo de producción de energía a gran escala causa impactos tremendos, y los impactos no son solo específicos o localizados. Más bien, afectan a todas las dimensiones y escalas, desde la implementación de estos mega emprendimientos hasta los sectores industriales abastecidos por esta producción de energía. En estos modelos dominantes de producción y consumo de energía, aunque haya cambiado la fuente de energía se mantiene la centralización de la matriz energética así como la concentración del poder de decisión, con todos los componentes de desigualdad. Por otro lado, es posible valorizar experiencias a nivel comunitario, experiencias de producción de energía más descentralizada, con alternativas y soluciones a menor escala y más autónomas para abastecer hogares, comunidades y ciudades, utilizando tecnologías basadas en fuentes renovables, con mayor participación popular y mayor atención a los derechos sobre el agua, la tierra, el territorio e incluso la energía.
Cris Faustino, Coordinadora de Procesos Internos del Instituto Terramar, y Beatriz Fernandes, Asistente de campo del Instituto Terramar, Brasil.
(1) Datos disponibles aquí y aquí. Acceso el 14 de junio de 2021.