El bosque es cuna de diversidad, que es decir origen de vida. Cuando el bosque está sano, de él brota el agua, allí el aire se torna más puro y perfumado, de sus múltiples recursos es posible obtener abrigo, nos regala alimentos, el arte se expresa en la miríada de colores y matices que se despliegan y ocultan cíclicamente, y en medio de toda esa belleza y prodigalidad es posible sentir de alguna manera el amor que la naturaleza comparte con todos sus seres.
Nosotr@s, como individuos de la especie humana, también somos parte de ese ecosistema en la medida que estamos interrelacionados con él. Y no sólo los pueblos indígenas que habitan el bosque. También los habitantes de las ciudades, de los desiertos y las sierras dependemos de los bosques, del papel fundamental que cumplen en el planeta. Pero en algún momento de la historia comenzaron a darse procesos que nos fueron separando, que muchas veces fueron borrando de la memoria el eco de los sistemas. Y así, permitimos que la salud quedara fuera de nosotr@s...
Es por eso que hablar de la defensa de los bosques es hablar de salud. Pero también es pertinente definir de qué salud hablamos cuando hablamos de salud.
En muchos casos la salud se equipara a ausencia de enfermedad y la forma de lograrlo es en base a la atención médica y/o los medicamentos. Así, hablando del derecho a la salud, en general la referencia es al derecho a acceder a la medicina --la oficial y dominante-- y sus recursos. Los indicadores registran datos cuantitativos --cuántos médicos y hospitales hay por habitante, índices de nacimiento, mortalidad y estado nutricional, descripciones de la distribución de enfermedades infecciosas o crónicas-- para medir la salud de una población.
En la etapa neoliberal del capitalismo que estamos viviendo, la salud ha sido convertida --como tantas otras cosas-- en mercancía. Los laboratorios y la industria farmacéutica crecen a la sombra de las guerras, pero agitando la bandera de la paz y la salud asaltan los bosques y se apropian de las propiedades curativas de sus plantas y árboles, aprovechándose graciosamente --gratuitamente-- de los conocimientos acumulados por las comunidades a fuerza de ensayo y error, generación tras generación. Las bondades sanadoras de los productos del bosque, antes gratuitas, han sido patentadas, envasadas, etiquetadas y comercializadas por las empresas, a altos costos para los consumidores.
El concepto de salud de los pueblos originarios en general es dinámico y holístico. Para los matsigenkas amazónicos de la cuenca del río Urubamba, Perú, la salud es el estar sanos y sentirse bien, dentro de lo cual la salud física es tan solo uno de los elementos. Para ellos “estar sano” refleja aspectos de la vida que la ciencia occidental podría separar en biológico, ambiental, social y psicológico, y no sólo aspectos biomédicos. Afectados por el Proyecto de Gas de Camisea --un grupo de consorcios dedicados a la explotación y transporte de gas en la cuenca del río Urubamba (ver boletín Nº 62 del WRM)--, los matsigenkas relacionan el deterioro de su estado de salud con las nuevas ansiedades y conflictos sociales que han surgido con el “desarrollo” de la zona (los reiterados intentos desde principios de los años 80 de encontrar y explotar los hidrocarburos), los cambios sociales dramáticos que han ocurrido y el esfuerzo por mantener sus valores y formas de vida.
En México, para los Mixes de Santo Domingo de Tepuxtepec, para los Zapotecos de San Juan Tabaá, para los Chatinos de Nopala, las energías de la naturaleza se entienden como influyentes y responsables en la salud del entorno y de la comunidad. En consecuencia, también de los individuos. Su cultura está profundamente relacionada con la naturaleza, entendida ésta como mundo natural y sobrenatural a la vez. Para ellos, el cerro es su vida; los árboles, hermanos; el bosque, un lugar a respetar; las flores y plantas, fuente de ayuda para sanar; el agua, la sangre que nutre sus campos; las rocas, protección y fuerza; el sol, el padre de la vida; la tierra, la madre que da lo que se necesita para vivir. Y alrededor de esas imágenes del entorno se encuentran todos los elementos espirituales heredados de sus antepasados y aprendidos de pequeños en el seno de la familia y de la comunidad. Cuando todo eso está en equilibrio, hay salud. Así lo ven.
Una de las definiciones de la Organización Mundial de la Salud dice: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Se trata de un concepto que significa un gran avance con respecto a la limitación que equipara la salud con el acceso a la atención médica. No obstante, cabe preguntarse qué Estado lleva a la práctica esta noción en sus políticas sanitarias. Y en la propia OMS, ¿hasta qué punto sus políticas y posiciones trasuntan una visión en que la ausencia de enfermedad esté inextricablemente unida a factores económicos, políticos y socio-culturales?
Por otro lado, la definición de la OMS ofrece un marco general de referencia que puede ser aceptable para muchas culturas, pero no abarca los hábitos específicos y las tradiciones de salud de las diversas culturas del planeta. El concepto de enfermedad mental, por ejemplo, varía. En muchos pueblos indígenas, la persona que escucha hablar a los espíritus es mirada con reverencia y convive con la comunidad. En la cultura occidental y urbana, en cambio, es calificada de esquizofrénica, medicada y tal vez recluida en un centro siquiátrico.
Los propios pueblos indígenas de distintas culturas, cuando se encuentran por primera vez, quedan asombrados porque comparten la misma cultura básica originaria, a pesar de que tengan grandes diferencias entre ellos. Y consideran que lo que los hace diferentes de la sociedad occidental dominante es una relación con la naturaleza en la cual no están fuera de ella sino que son parte integral, y la noción de que no puede haber un interés económico superior a la necesidad de preservar el ecosistema, porque la bonanza del presente no puede hacerse a costa de desolar el futuro.
En las sociedades occidentales o en sociedades que han sido invadidas e impregnadas de su visión dominante, el “desarrollismo” coloca al ser humano fuera de la Naturaleza e incluso contra ella, y los problemas de salud los aborda desde una ciencia fragmentada, que cada vez más secunda los intereses comerciales y ostenta una actitud de dominación.
Recuperar el pensamiento ecosistémico, pensar en función de la salud de los ecosistemas, permite comprender que la salud y la vida de las personas están relacionadas con la salud y la vida de todos los componentes del ecosistema: el suelo, el agua, la flora, la fauna, el aire y por supuesto, también el ser humano, con sus relaciones sociales, políticas, económicas y ambientales. Esa noción de interrelación produce una ética diferente a la del sistema dominante, una ética respetuosa de la vida. Y también una lógica que obliga a que el foco de atención de las políticas, las estrategias y los planes estén centrados en la salud de los ecosistemas.
Por Raquel Núñez, WRM, correo electrónico: raquelnu@wrm.org.uy, en base a información obtenida de: “Salud de los ecosistemas. Un pensamiento articulador”, Julio Monsalvo, http://www.altaalegremia.com.ar/; “La salud de los pueblos indígenas y el Proyecto de Gas de Camisea”, Informe para la AIDESEP, Dora Napolitano, Carolyn Stephens, http://www.lshtm.ac.uk/pehru/communities/camisea-salud.pdf; Medicine Keepers: Issues in Indigenous Health, Lori A. Colomeda y Eberhard R. Wenzel, http://www.ldb.org/indheal.htm