Sería equivocado histórica y políticamente el no identificar firmemente que los conceptos occidentales de conservación de la naturaleza tienen sus raíces en la época colonial. La ecologista política y ecofeminista Vandana Shiva, deja muy clara esta relación en su libro “Abrazar la vida: Mujer, ecología y supervivencia”, cuando afirma que,
"Cuando los británicos colonizaron la India, primero colonizaron sus bosques. Ignorantes de su riqueza y de la riqueza de los conocimientos de la población local para manejar de manera sustentable los bosques, desterraron los derechos locales, las necesidades y los conocimientos locales, y redujeron esta fuente primaria de vida a simple madera”. (Shiva 1990)
En la década de 1970, la movilización de las mujeres del movimiento Chipko de la región del Himalaya, que se alzaron en protesta para proteger sus bosques de la explotación comercial poniendo sus cuerpos y sus vidas en riesgo, dio continuidad a casi un siglo de resistencia en todo el país. La administración colonial británica aprobó las Leyes Forestales de 1878 y 1972, que erosionaron por completo los derechos de la población local a sus bosques a la vez que dieron acceso sin restricciones a los militares británicos y a sus empresas.
Estas mujeres no sólo rechazaban un orden político y económico impuesto para beneficio de los intereses del Imperio Británico, incluyendo a la élite local, sino que, en los hechos, cuestionaban las diversas manifestaciones del capitalismo hetero-patriarcal que ahora se expresaban en una redefinición y revalorización de la “naturaleza” a partir de una visión occidental patriarcal del mundo. Una visión que prioriza las ganancias frente al bienestar de las personas y los ecosistemas, así como a su trabajo productivo y reproductivo. Se trata de una visión ciega ante la interconexión de la “naturaleza” y profundamente impregnada de las políticas racistas de concebir a lo “nativo” y sus formas de conocimiento como “el otro”.
Uno de los lugares donde estas tensiones y diferencias ideológicas se manifiestan fuertemente es la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) - el organismo mundial encargado de trabajar con los gobiernos del mundo para elaborar una forma de abordar la crisis climática. Lamentablemente, los grupos progresistas y las comunidades de vanguardia en lucha contra los impactos de la crisis coinciden en que las negociaciones han estado abiertas a grupos de presión empresariales y permitieron que los países occidentales - que han sido los que han tenido la mayor responsabilidad por la crisis - socavaran los principios de equidad y justicia y forzaran a los países del Sur a soportar la mayor parte de la carga de los esfuerzos de adaptación y mitigación a través de los mercados de carbono.
La importancia de los bosques y de los ecosistemas forestales para este planeta va mucho más allá de ser literalmente los pulmones de la tierra mediante la absorción de las emisiones de dióxido de carbono y la liberación oxígeno. Millones de personas en todo el mundo, en especial los pueblos indígenas, dependen de los bosques como su medio de vida y para cubrir la totalidad o parte de su sustento. Los bosques recargan los acuíferos cuando el agua pasa entre sus raíces; protegen los ecosistemas aguas abajo al absorber la escorrentía superficial, y tienen un importante valor espiritual, cultural y lingüístico en todo el mundo, pero más aún en las cosmovisiones de los pueblos indígenas.
La Reducción de las Emisiones derivadas de la Deforestación y la Degradación de los Bosques (REDD+) es un ejemplo de un mecanismo del mercado de carbono amparado por la CMNUCC. Le atribuye un valor monetario al carbono que es “absorbido” por los bosques, asumiendo que si se da dinero a las comunidades locales, a los Estados, a las ONG y a las empresas, eso será un “incentivo” suficiente para proteger los bosques - y el carbono que posean. Esto, entonces, plantea la crisis climática no como un problema histórico arraigado en el modelo de desarrollo capitalista basado en los combustibles fósiles, sino más bien como un problema de mercado que debe ser resuelto por el mismo sistema económico, o los mismos sistemas económicos, que crearon el problema.
REDD en Kenia: reforzando desigualdades históricas
El “proyecto REDD corredor Kasigau”, ubicado en el Condado Taita Taveta de Kenia, resulta un caso interesante que muestra las formas en que los mercados de carbono despolitizan y deshistorizan no sólo las experiencias de la comunidad local con respecto a las formas en que sus ecosistemas y medios de vida han sido destruidos, sino también las discusiones mundiales sobre el cambio climático. El proyecto, ahora en su tercera fase de ejecución, se inició en 2008 en fincas con diversos sistemas de propiedad y de tenencia de la tierra: individual, empresas privadas y Empresas Agrícolas Dirigidas (DAC, por su sigla in inglés).
El proyecto está dirigido por Wildlife Works, una empresa privada con sede en Estados Unidos, que estima que el proyecto Kasigau ayudará a evitar más de 48 millones de toneladas métricas de emisiones de carbono durante un período de 30 años. Las reducciones de emisiones se efectuarían principalmente a través de prácticas de supervisión y manejo de cambios en el uso del suelo, que incluyen suspender la agricultura de tala y quema, la producción de carbón, así como la reducción de la deforestación y la degradación de los bosques. Se estima que el proyecto emplea 400 personas para el funcionamiento de sus actividades, incluida una fábrica de procesamiento de prendas de vestir para exportación.
Los créditos de carbono generados por el proyecto se venden en el mercado voluntario y los ingresos se dividen entre 3 partes (al menos en teoría): un tercio es para el ejecutor del proyecto - Wildlife Works -, otro tercio es para las comunidades locales de las zonas de asentamiento, mientras que el tercio restante es para los dueños de la finca. Una investigación publicada el año pasado pone de relieve los problemas que existen en la forma en que actualmente se reparten las ganancias. En realidad, los dueños de la tierra (propietarios de la finca) son los primeros que reciben el dinero, luego se deducen los costos del proyecto y lo que queda del dinero se distribuye entre las comunidades locales (1).
La investigación también revela que los dueños de las haciendas habían firmado acuerdos contractuales a 30 años, que les daban derecho a percibir una tercera parte de los ingresos generados antes de deducir los costos asociados a la ejecución del proyecto. Las comunidades locales, por otra parte, no tenían ningún acuerdo jurídicamente vinculante con el proyecto que definiera claramente su participación en los ingresos. Sólo tenían algo que podría ser descrito como un “acuerdo de caballeros”, y a menudo sólo recibieron una sexta parte de los ingresos recaudados. Esto a pesar de que a las comunidades no se les permite practicar agricultura de subsistencia ni utilizar los bosques como solían hacerlo.
Pero la distribución de los ingresos no es el único problema asociado con el proyecto. Hay serios problemas en torno a cómo el proyecto de carbono refuerza aún más las desigualdades históricas en torno a la tierra sufridas por las comunidades locales (sobre todo de Taita) desde que Kenia era una colonia británica. La tierra en la que se asienta el proyecto fue inicialmente tierra comunal, antes de que las políticas coloniales del siglo XX cambiaran drásticamente el sistema de tenencia de la tierra transformándolo en diversas formas de propiedad privada que los sucesivos gobiernos posteriores a la independencia de Kenia consolidaron aún más.
En las décadas de 1920 y 1930, el gobierno colonial facilitó la instalación de haciendas agrícolas comerciales a gran escala, las cuales plantaron principalmente sisal y café mediante el arrendamiento de tierras a granjeros blancos. Durante este período, miles de comunidades locales fueron desalojadas rápidamente de sus tierras y también se les restringió el acceso a las tierras comunales que utilizaban periódicamente para la caza, la recolección y el pastoreo. El gobierno catalogó a estas tierras como “improductivas” (idle), un término que todavía se utiliza para describir las tierras utilizadas por las comunidades locales e indígenas en todo el mundo. Además de esto, se anexó más tierra de las comunidades locales para la creación de parques y reservas nacionales, lo cual incrementó aún más sus reclamos sobre el territorio y también deterioró el conocimiento y la relación que las comunidades mantenían con la naturaleza y la vida silvestre.
Luego de la independencia se crearon fincas en tierras en fideicomiso (tierras en manos de los consejos de gobierno locales, a nombre de las comunidades locales), pero en lugar de revertir las injusticias históricas sufridas por las comunidades durante mucho tiempo, una élite local - que consiste principalmente de políticos - se concedió a sí misma y a sus aliados arrendamientos de tierra en forma individual o como accionistas de las Empresas Agrícolas Dirigidas (DAC, por su sigla en inglés). Con el tiempo, la mayoría de las haciendas se endeudaron debido a la mala gestión y a la caída general de los mercados locales de café y sisal. Pero la dinámica de la propiedad de las haciendas todavía continúa, aun cuando numerosos miembros de la comunidad se han visto obligados a convertirse en ocupantes ilegales de esas haciendas y de otras tierras que están en manos de particulares.
¿Qué ocurre cuando las comunidades ya marginadas por los sistemas de tenencia de la tierra - que privilegian la propiedad privada individual - quedan sujetas a proyectos que aseguran que el poder y la riqueza basada en la tierra permanezca en manos de unos pocos? ¿Y qué sucede cuando estos proyectos restringen las formas de vida y sustento de las comunidades al “encerrar” los bosques para destinarlos a proyectos de carbono? El proyecto Kasigau no sólo profundiza la injusticia en torno a la tierra sino que también favorece explícitamente a los dueños de las haciendas en lo que se refiere a la asignación de las ganancias. Sin embargo, son las comunidades locales las que deben asumir los costos derivados de la inseguridad de la tierra y de las rígidas demandas del proyecto de carbono en cuanto al uso de la tierra.
Las “cuestiones del carbono” no pueden separarse de las preocupaciones más amplias relativas a los derechos sobre los bosques y los derechos humanos. Ésta es la razón por la cual las comunidades y activistas de todo el mundo exigen que tanto los discursos sobre el cambio climático como las soluciones, deben considerar la política y las historias del mundo, y particularmente los discursos geopolíticos que han marcado la asociación de los países del Hemisferio Norte y del Hemisferio Sur.
Tal como están las cosas, mecanismos de mercado como REDD+ redefinen la “naturaleza” tomando un sendero particularmente ideológico que reforzaría aún más la “supremacía” de un concepto de conservación occidental que sólo ve a los bosques como árboles y luego, literalmente, como dinero. Mientras tanto, las comunidades locales son consideradas obstáculos para la “conservación de la naturaleza” y, por ende, para la obtención de lucro. En última instancia, REDD+ no se ocupa de las causas fundamentales de la destrucción de los bosques. Proyectos como el proyecto Kasigau no sólo profundizan las desigualdades locales y las prácticas racistas sino que también permiten que las industrias contaminantes que compran los créditos de carbono generados, hagan lo mismo en otros lados.
La escala y la velocidad de las crisis ecológica, alimentaria, energética y climática no sólo no tienen precedentes sino que sus impactos se concentran en gran medida en el Hemisferio Sur y en los espacios y territorios del Hemisferio Norte donde residen las personas de color, incluidas las naciones tribales y las primeras naciones. En todo el mundo ha sido muy evidente que los impactos de la crisis ecológica tiene claros marcadores raciales y de clase. El “encierro” de la tierra y los territorios comunales para establecer proyectos REDD+ refuerza las ideas contrarias a lo comunitario, la lucha de clases de los pobres, las ideologías racistas que discriminan a los indígenas y a las mujeres, y las ideologías racistas y discriminatorias en torno al acceso a la tierra. ¡Debemos reforzar la idea de que nuestros bosques no están en venta!
Ruth Nyambura, africanecofeminist@gmail.com
Ruth es miembro del colectivo ecofeminista africano “African Ecofeminist Collective”
(1) http://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0264837715002926