Si lo que se pretende es frenar el cambio climático, el comercio de carbono no es la solución.
En 1992, una tristemente célebre nota filtrada a la prensa escrita por Lawrence Summers, entonces economista jefe del Banco Mundial, señalaba que “la lógica económica de deshacerse de los residuos tóxicos en los países de salarios más bajos es impecable, y deberíamos afrontarla”.
En estos momentos se está intentando imponer un tipo de ecologismo de libre mercado muy parecido, que reduce debates muy complejos a una mera discusión sobre cifras y gráficos que ignora variables imposibles de cuantificar, tales como la pérdida de vidas humanas, la extinción de especies y la agitación social.
Puede que los análisis de costos-beneficios sean una herramienta útil para tomar decisiones en situaciones relativamente simples o cuando hay un número limitado de opciones sencillas entre las que elegir. Pero tal como observa Tom Burke, profesor visitante en el Imperial College London: “lo cierto es que aplicar análisis de costos-beneficios a cuestiones como el cambio climático no es más que economía basura (...) Es vanidoso por parte de los economistas creer que todas las opciones se pueden reducir a un conjunto de cálculos de valor monetario”.
Algunos comentaristas han aplaudido el Informe Stern, un importante estudio publicado por el Gobierno británico en diciembre de 2006, por hablar en la jerga económica que entienden los políticos y la comunidad empresarial. Pero al encuadrar el problema únicamente en términos de precios, comercio y crecimiento económico, estamos restringiendo el alcance de la respuesta ante el cambio climático a soluciones basadas en el mercado.
Estas “soluciones” suelen adoptar dos formas:
• el comercio de emisiones, un sistema por el que los Gobiernos otorgan permisos a grandes contaminadores industriales para que puedan comerciar con “derechos de contaminación” entre sí, según sus necesidades;
• la generación de excedentes de créditos de carbono a través de proyectos, normalmente ubicados en países del Sur, que afirman reducir o evitar emisiones en otros lugares; estos créditos se pueden adquirir para compensar cualquier falta en la reducción de emisiones.
Así, estos sistemas nos permiten eludir la respuesta más eficaz que se podría dar al cambio climático: dejar los combustibles fósiles en el subsuelo. Evidentemente, no se trata de una propuesta sencilla para nuestra sociedad, muy dependiente de dichos combustibles; sin embargo, todos sabemos que eso es precisamente lo que se necesita.
Por lo tanto, ¿qué incentivo hay para empezar a emprender estos costosos cambios a largo plazo cuando uno se puede limitar a comprar créditos de carbono, más baratos, a corto plazo?
En el actual contexto económico neoliberal, las normas del comercio sucumben inevitablemente ante las presiones del cabildeo de las grandes empresas y la falta de regulación a fin de garantizar que los Gobiernos no “interfieran” en el fluido funcionamiento del mercado.
Ya hemos presenciado esa corrosiva influencia en el Sistema de Comercio de Emisiones (ETS) de la Unión Europea, cuando, sometidos a una intensa presión empresarial, los Gobiernos adjudicaron permisos de emisiones en exceso a las industrias más contaminantes en la ronda inicial. Esto provocó una caída en el precio del carbono superior al 60%, con lo que se desincentivó aún más a las industrias a reducir sus emisiones en el origen.
La industria cuenta con todo tipo de lagunas jurídicas e incentivos para exagerar sus emisiones con el fin de obtener más permisos y, por lo tanto, tomar aún menos medidas.
El analista de mercados Franck Schuttellar calcula que, durante el primer año de funcionamiento del sistema, las industrias más contaminantes del Reino Unido ganaron, en conjunto, 940 millones de libras (1.373 millones de euros) en beneficios imprevistos gracias a las generosas asignaciones del ETS.
Teniendo en cuenta todo lo que sabemos sobre el vínculo entre contaminación y cambio climático, esa gran concesión pública a empresas muy poco limpias raya lo indecente.
Se nos pide que confiemos en que la flexibilidad y la eficiencia del mercado garantizarán que las emisiones de carbono se reduzcan de la forma más rápida y eficaz posible, mientras que la experiencia nos demuestra que la falta de una normativa estricta tiende a crear problemas ambientales, no a resolverlos. Hay toda una corriente de opinión que defiende que la “mano invisible” del mercado no es la forma más eficaz de afrontar el cambio climático.
La Declaración de Durban sobre justicia climática, suscrita por organizaciones de la sociedad civil de todo el mundo, manifiesta que convertir el carbono en una mercancía representa una privatización a gran escala de la capacidad de la Tierra para reciclar carbono. El pastel atmosférico se reparte y se entrega a los mayores contaminadores del mundo.
Una acción eficaz frente al cambio climático exigiría reivindicar, adoptar y respaldar políticas que reduzcan las emisiones en su origen, y no un sistema para compensarlas o comerciar con ellas. El comercio de carbono no es la respuesta; las emisiones se deben reducir de forma general, sin sutiles cláusulas de salvaguardia para los principales contaminadores. Urge aplicar una regulación, una supervisión y multas más estrictas a los contaminadores, en el ámbito comunitario, local, nacional e internacional, así como apoyar activamente a las comunidades afectadas por el cambio climático. En estos momentos, esas políticas son prácticamente invisibles, ya que van en contra de las vacas sagradas del crecimiento económico y el libre mercado.
Lamentablemente, cuando se trata de abordar el cambio climático y mantener un crecimiento económico basado en la permanente y creciente extracción y consumo de combustibles fósiles no hay soluciones de aquellas en que “todo el mundo sale ganando”.
Los mecanismos basados en el mercado, como el comercio de carbono, representan una ingeniosa estratagema de contabilidad creativa que desvía la atención del hecho de que no hay un escenario “convencional” viable.
Las políticas sobre cambio climático deberían ser algo mucho más serio.
Por Kevin Smith, Justicia Medioambiental, un programa de Transnational Institute (TNI), correo electrónico: kevin@carbontradewatch.org.