En Brasil, la producción a través de la agricultura de una nueva matriz energética está presente a diario en los medios de comunicación y cada vez más está ganando respaldo social y justificación económica para el desarrollo del campo. Rápidamente, el uso de la tierra para la producción de alimentos pasa a compartir su espacio con la producción de combustibles. Este cambio en la percepción social se hace muy evidente en los reiterados reportajes que muestran a los productores rurales y propietarios de tierras como los nuevos dueños de “campos de petróleo”.
Dentro del panorama mundial de sustitución del petróleo por una matriz energética “renovable”, Brasil se destaca como líder mundial en agroenergía debido a sus condiciones climáticas tropicales, a la extensión de tierras agricultivables, a la disposición de recursos hídricos y a la logística regional. Por otro lado, se destaca el papel privilegiado de Brasil en este liderazgo mundial con la creación, en el año 2005, de un programa nacional de agroenergía y un ambicioso fondo de inversión privado para el sector, planificado y presidido por el entonces ministro de agricultura del primer mandato del gobierno Lula, Roberto Rodrigues. Este fondo pretende captar alrededor de 200 millones de dólares en el país y con inversionistas internacionales (como por ejemplo, un banco holandés que tendría el liderazgo en fondos para este tipo de proyecto) para actuar en la participación accionaria al frente de los proyectos de agroenergía del agronegocio, pero también en la compra de tierras, en financiación privada para la investigación, en la orientación de la viabilidad de proyectos y en la presentación de propuestas al gobierno, sirviendo así como agente de lobby. Estos dos factores, um programa público y un fondo privado, son ejemplos concretos de cómo el país se prepara para estar a la altura de esta gran oportunidad histórica que anuncia la era de los biocombustibles.
En lo referente a las convicciones que guian los planes de esta nueva era, Décio Gazzoni, ingeniero agrónomo, con más de 30 años como investigador de EMBRAPA (empresa pública de investigación y desarrollo agropecuario) y responsable de la elaboración del programa nacional de agroenergía, recientemente declaró que “ debemos ser pragmáticos y permitir la reforestación de la Amazonia con palma africana” (“Dinheiro Rural”, año III, número 25, noviembre de 2006), lo que posibilitaría la producción de biodiesel. Porque, según él, “si no encontramos una opción económica, continuaremos talando bosques”. El único problema, en esta visión, serían los grupos ambientalistas y la legislación, que solo permite la reforestación con especies nativas.
Este ‘pragmatismo’ en la nueva frontera de expansión del agronegocio defendida por el técnico que elaboró el programa nacional de agroenergía es el mismo que apoya varios proyectos de plantaciones de eucaliptos, planificados y financiados en sinergia con la minería y la siderurgia, para la producción de carbón vegetal, en especial como insumo energético de la industria de producción de hierro en lingotes, uno de los rubros más importantes de la balanza de exportaciones brasileña.
Un ejemplo de la forma en que el mundo ve a Brasil como la gran frontera de la agroenergía será la realización, desde el próximo 11 hasta el 13 de diciembre, en la ciudad de Londrina, estado de Paraná, de uma conferencia internacional sobre biocombustibles; en la que los especialistas de distintos países conocerán mejor y discutirán las ventajas del biodiesel y del etanol y de esa forma, podrán evaluar con mejores criterios cuál es la alternativa que se presenta como más beneficiosa.
En el caso de Brasil, la cantidad de inversiones públicas y privadas y los contratos involucrados en la construcción de plantas de procesamiento y refinado de los biocombustibles, se están consolidando a mediano y largo plazo, además de una infraestructura productiva, una importante geopolítica energética y de apropiación de recursos naturales que tendrá como consecuencia mayor presión en las áreas de frontera agrícola, valorización de tierras y por lo tanto, impacto directo sobre la reforma agraria. La promoción de los biocombustibles está reforzando la ocupación del campo con la expansión del monocultivo de caña de azúcar para la producción de alcohol, además de diversificar económicamente el aprovechamiento de la soja que, en relación con otras oleaginosas utilizables para la fabricación de biodiesel, es más ventajosa porque cuenta con cadenas productivas consolidadas (créditos, insumos, depósito, transporte, etc.) y porque su subproducto, la torta (subproducto resultante de la extracción del aceite), sirve para la alimentación animal de crianza integrada.
Por otro lado, son por demás conocidos los efectos devastadores del cultivo de la soja en Brasil, así como en Argentina y Paraguay, y la cadena de violaciones de los derechos humanos, deforestación y destrucción ambiental que provoca la soja. Por su parte, el monocultivo de caña de azúcar, desde que se inauguró el primer ciclo económico colonial, reitera inequívocamente un modelo de explotación de la naturaleza y del trabajo.
Frente a esto, es importante evaluar críticamente la apuesta a la agroenergía como nueva matriz energética ‘renovable’ que también sirve para ‘renovar’ el discurso ideológico del agronegocio y sus estrategias de ocupación territorial y reforzar el modelo de desarrollo rural basado en monocultivos industriales de agroexportación, controlados por el gran capital y por las empresas transnacionales, cuyos impactos ecológicos y sociales están actualmente en el centro de las luchas ambientalistas y de los movimientos campesinos en Latinoamérica.
Es importante recordar que la concentración de tierras en Brasil continúa siendo una de las más grandes del mundo, que el “hambre” es una cuestión esencialmente política y que la realización de una reforma agraria integral permanece como un desafio estructural a la democracia en el país. Principalmente, la historia de la lucha por la tierra en Brasil generó un movimiento campesino reconocido en todo el mundo, el MST (“Movimento dos sem terra” – Movimiento de los sin tierra), que a su vez integra la Vía Campesina, la articulación internacional de los campesinos. Tanto la Vía Campesina, como el MST en Brasil y los otros movimientos del campo en diversos países, tienen en común la defensa de la soberanía alimentaria:
“La soberanía alimentaria es el derecho de cada pueblo a definir sus propias políticas agropecuarias y en materia de alimentación, a proteger y reglamentar la producción agropecuaria nacional y el mercado doméstico a fin de alcanzar metas de desarrollo sustentable, a decidir en qué medida quieren ser autodependientes, a impedir que sus mercados se vean inundados por productos excedentarios de otros países que los vuelcan al mercado internacional mediante la práctica del ‘dumping’, y a darle preferencia a las comunidades locales pescadoras respecto al control del uso y los derechos sobre los recursos acuáticos. La soberanía alimentaria no niega el comercio internacional, más bien defiende la opción de formular aquellas políticas y prácticas comerciales que mejor sirvan a los derechos de la población a disponer de métodos y productos alimentarios inocuos, nutritivos y ecológicamente sustentables. La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos, de sus Países o Uniones de Estados a definir su política agraria y alimentaria, sin dumping frente a países terceros”. (VIA CAMPESINA, introducción de la DECLARACIÓN SOBERANIA ALIMENTARIA 1996).
La defensa de la soberanía alimentaria como principio político sería, por lo tanto, el derecho de los pueblos a producir sus propios alimentos de acuerdo con las condiciones de sus territorios y su cultura alimentaria. En el siglo XXI, cuestiones como la reforma agraria y el derecho de los campesinos continúan siendo centrales para responder a las graves problemáticas ambientales y sociales (como el éxodo rural y las migraciones) originadas en la expansión de la sociedad urbana e industrial y que afectan al conjunto de la humanidad y no solamente a la población rural.
Antes de asumir apresuradamente la tarea de producir el combustible que el mundo necesita, al ritmo que este modelo de producción y consumo industrial y que la acumulación del capital nos impone, es fundamental reflexionar profundamente sobre qué queremos y estamos plantando para el futuro. Si estamos, de hecho, rompiendo con nuestra matriz colonial y de dependencia o apenas estamos actualizando los términos de la explotación y reiterando antiguas ecuaciones de sometimiento. Hasta dónde los planes de producción de biocombustibles servirán a las necesidades del pueblo brasileño, o qué se producirá para subsidiar energéticamente la lógica del monocultivo de exportación. En este marco, y antes de que sea demasiado tarde, cabe considerar, críticamente, hasta qué punto el discurso de promoción de la soberanía energética se está haciendo a expensas de hipotecar las premisas de la soberanía alimentaria.
Por Camila Moreno, investigadora del CPDA(posgrado en Desarrollo, Agricultura y Sociedad) /Universidad Federal Rural de Río de Janeiro, asociada a Terra de Direitos, Brasil.