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Participar de eventos esperanzadores como la II Asamblea Mundial por la Salud de los Pueblos que acaba de celebrarse en Cuenca Ecuador, nos hace sentir con mayor claridad la existencia de un gran movimiento mundial al que muchas y muchos pertenecemos; un movimiento de seres humanos en favor de la Vida, que no requiere inscripciones ni programas; un verdadero movimiento a través del cual la Vida puja y triunfa, y en el que ningún esfuerzo, sueño, sentimiento ni idea es pequeña, porque encontrarnos nos regala la alegría de darnos cuenta de lo grandioso que es ser parte de él. Es desde este darme cuenta que quiero compartir algunos “sensopensares” sobre la salud.
En los diferentes espacios en los que nos encontramos perteneciendo a este movimiento, es necesario aclarar conceptos para iluminar el camino que estamos siendo, el cual está siempre en construcción. La Vida está requiriendo nuevos significados que expresen nuevas maneras de relacionarnos con la naturaleza y con nosotros mismos; es éste el caso del concepto de salud.
La salud que concibe el patriarcado, hegemónica en nuestra sociedad, es la salud entendida como un estado de normalidad estadística definida por la ciencia médica y al cual se puede llegar sólo cumpliendo con lo estipulado por la misma. Es decir, que desde esta racionalidad se desconocen los conocimientos y las capacidades de las personas y de los pueblos sobre el cuerpo y sobre la salud. “Los que saben” tienen el poder sobre “los que no”; se adueñan de sus cuerpos, de sus decisiones y de sus ilusiones.
La salud como estado de normalidad estadística niega las singularidades y las diversidades propias de la Vida. Se trata de homogenizar para tener el control, y para ello es necesario reducir, dividir, clasificar y etiquetar. Lo que significa negar la sabiduría de una Vida que no alcanzamos a entender, para reemplazarla por las conclusiones de nuestra limitada racionalidad, compiladas en este caso, por la ciencia médica.
Desde esta racionalidad, la salud es una mercancía con la que se negocia para beneficio de quienes tienen el poder económico. Una concepción de salud propicia para los intereses de una sociedad capitalista que nos aleja cada vez más de la posibilidad de sentirnos pertenecientes a la Vida, y de construir encuentros verdaderos y amorosos, haciéndonos cada vez más violentos y menos solidarios.
El asistencialismo médico ha reemplazado la salud y nos ha alejado cada vez más de la promoción de la vida, el cual es el verdadero propósito. Hemos olvidado que sanar no es un proceso solamente biológico, sino que es espiritual, afectivo, social, político y cultural al mismo tiempo, y que tampoco es un proceso solamente individual, sino que implica la relación con el entorno.
Resignificar la salud, exige encontrarnos con racionalidades diferentes a la del patriarcado, como las de nuestros pueblos originarios. Racionalidades que no están por fuera de nosotros, sino que justamente descubrimos cuando volvemos los ojos hacia lo que somos, cuando recorremos con las manos nuestra piel y cuando exploramos los senderos de nuestra propia memoria. Al mismo tiempo, mirarnos a nosotros mismos sólo es posible desde estas otras racionalidades.
El patriarcado parte de suponer que la realidad está dividida en opuestos irreconciliables, olvidándose que la ambigüedad le es propia a la Vida. Desde esta racionalidad hemos confundido las diferencias con las contradicciones, distorsionando conceptos para justificar exclusiones e injusticias.
Por ejemplo, definimos lo femenino como lo débil, lo improductivo económicamente y lo poco importante, para oponerlo a lo masculino y justificar la discriminación de la mujer. Definimos la enfermedad como error de la naturaleza que se opone a la salud, para justificar el intervensionismo médico, la expropiación del cuerpo y la dependencia en un poder externo “que sabe corregir el error”. Y definimos el conflicto como obstáculo para la convivencia, para justificar la violencia como medio para “mantener la sociedad libre de conflictos”. Y en este camino estamos perdidos tanto las mujeres como los hombres.
Las racionalidades que requerimos y proponemos en cambio, nos permiten entender que lo femenino no es igual a ser mujer, ni lo masculino es ser hombre, Lo femenino y lo masculino como unidad, son fuerzas constitutivas de la Vida, por lo tanto una fuerza no es sin la otra.
En nuestra historia distorsionamos lo femenino para excluirlo, ahora el camino es sanar la brecha que lo ha opuesto a lo masculino, y reconocerlo en nuestra propia naturaleza. En nuestros cuerpos de mujeres y de hombres está escrito este otro mundo posible que ya estamos siendo. Para resignificar la salud es necesario volver los ojos y el corazón a lo femenino.
Lo femenino es la fuerza de saber que somos Vida, que somos pequeños remolinos de un río que fluye y se transforma en nosotros. Lo femenino es la fuerza de saber que somos para, con y en los demás, es decir que intersomos, que nos hacemos los unos a los otros, que somos en los árboles, en los ríos, en los pájaros, en las piedras, en las estrellas, en los bosques. Y esto sólo es posible en la aceptación y el respeto de nuestras propias singularidades y de la diversidad de la Vida, es decir, en el reconocimiento de nuestro masculino.
De la misma manera la salud y la vida sólo son posibles desde los aprendizajes que nos permite la enfermedad y desde las continuidades que nos permite la muerte; así como lo que sostiene la verdadera convivencia son las relaciones y los nuevos órdenes que emergen de los conflictos.
La salud con una mirada desde lo femenino es una propuesta de una manera diferente de relacionarnos y de ver la Vida, desde el respeto a una sabiduría que nos trasciende y desde la entrega a un fluir que nos abraza. Se trata de ver la Vida que es en los bosques y en nuestro cuerpo, reconociendo su sacralidad.
En los bosques, así como en nuestro cuerpo, la oposición no es lo esencial, no es posible la homogenización, no priman la competitividad ni la dominación, no funcionan los planes, no sirven los controles externos. En la Vida que somos prima la cooperación, todo es impredecible, todo fluye, todo se transforma siempre para permanecer, todo se renueva al morir, todo es y no es al mismo tiempo, todos somos sólo en el milagro de interser.
La Vida es una sola y todos somos manifestaciones diferentes de ella: es el árbol, es el río y es nuestro cuerpo. El camino hacia otro mundo posible implica esencialmente relacionarnos con esta Vida desde otras racionalidades, relacionarnos desde el respeto, el asombro y el reconocimiento de su sacralidad. Lo que implica asumir un concepto de salud diferente, porque lo sagrado no se controla, no se compara, no se manipula y no se vende.
Desde esta mirada de lo femenino, la salud es un proceso de aprendizaje en el que tomamos conciencia de lo que sabemos y de lo que podemos. Y la Vida es un proceso de sanación permanente que se expresa en la auto-eco-organización de la naturaleza que somos y que es en los bosques. Se trata de reconocer que el cuerpo sana y enferma como expresión de su sabiduría, no de defectos que hay que corregir desde fuera. Sanar no es imponer órdenes ni quitar enfermedades, sino promover los procesos propios de cada ser. La salud es entonces libertad y autonomía, desde el respeto y la confianza en la Vida.
Ver los bosques con el asombro y el respeto que se merecen, descubrir su sacralidad y reverenciarlos para cuidarlos y dejarnos cuidar por ellos, sólo es posible si vemos nuestro propio cuerpo de la misma manera, y eso, es salud. Se trata de recordar que nuestra relación con los bosques es de la profundidad del mar, porque somos bosques, porque somos Vida dentro de la Vida.
Por Sandra Isabel Payán Gómez, correo electrónico: sandraisabelpayan@hotmail.com